sábado, 23 de junio de 2012

Twixt, Francis Ford Copola (2011)



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Once upon a time en un pueblo estadounidense, unos preciosos planos fijos de decadentes objetos se encadenan al tétrico y suave ritmo de la música. Entonces, por las pequeñas casitas coloridas y solitarias en las calles, un traveling, perfecto como un país, promete un tono estético que no se cumplirá.

El escritor Hall Baltimore llega a esta pequeña villa, en la que no parece que vaya a encontrar un sólo cliente aficionado a sus novelas. Pero en el rincón-librería de la tienda de variedades en la que se encuentra,  mientras aguanta paciente la amenaza del hastío profesional, el sheriff Bobby LeGrang se le presenta entusiasmado para comprar uno de sus ejemplares y hasta para transmitirle el deseo de que éste sea autografiado. A parte de un gran admirador, el sheriff resulta ser un apasionado activo de la literatura de terror, que, en su empeño por que ambos compartan un nuevo proyecto, tentará al escritor con la oferta de abrirle las puertas a los secretos más legendarios y terroríficos del pueblo. Un pueblo en el que todo individuo desea estar solo, donde los establecimientos se ven vacíos y no hay nadie por las calles y que, al otro lado del lago, guarda un asentamiento gótico, cuyos jóvenes son conocidos como endemoniados vampiros. Principalmente en ellos y en unos toques de buen humor añadidos en su perfecta medida, se encuentra el ingrediente que hace que la película sea, en un modo, surrealista. Que la misma, como hecho en sí, también lo sea, es otra cuestión.

No contento con el apellido de su protagonista, Coppola decide que éste se hospede en el mismo hostal donde, en tiempos románticos, ya lo hizo Edgar Allan Poe. Es entonces, mientras el bohemio Baltimore realiza una video-llamada con su esposa -que espera enfadada desde casa una señal económica de la editorial- cuando el montaje empieza a dispararse y una serie de planos inconexos, meramente estéticos, se suceden desamparados de cualquier justificación narrativa.

Las postproducción digital puede dar lugar a imágenes bellísimas, como en la que los espíritus de los niños asesinados salen a jugar al porche, una escena que atrapa profundamente en los movimientos, en la música, en la caracterización. Pero el recibidor y el personal del hostal se convierten en la portada de un best seller actual de pasta dura y en sueños, Hall Baltimore conoce a una niña fantástica, que se convertirá en la figura homónima de su hija, fallecida recientemente en un accidente en la costa. La realidad y la ficción comienzan esa pretensión de fusión que, más tarde, no habrá conseguido reparar los grumos del batido.

Todo se ha ido mostrando desde la desconfianza que provoca un paraje desconocido y tétrico, hasta una verosimilitud especial. Una verosimilitud que, lejos de alcanzar la organicidad de un mundo maravilloso, queda demasiado abierta para que el espectador llegue a formar parte de ella. Éste, en cambio, queda subordinado a la misma para aceptar lo que sea, de donde quiera que venga. Algo no termina de decidirse entre la fantasía y la maravilla y este juego podría haber sido un sabor novedoso por parte de Coppola, pero queda escondido entre los sustos que recibe el güisqui de la purpurina.

Lejos del cinismo, late la duda de si con el título de la película -Twixt, que en inglés antiguo significa “entre”- se pretende alguna forma de declaración de intenciones.

El relato, basado en un escrito del propio director, se resuelve final y rápidamente, en el alcance del objeto del relato marco: la novela terminada exitosamente con el beneplácito del editor. El abismo de la diégesis se habrá resuelto por sí sólo, en un abordaje violento al escritor y a su realidad, falto de hilos explicativos, sobrado de sangre y emociones estéticas -no faltas éstas de público objetivo-. Y todo gracias al gran Edgar (Allan Poe) que, en los sueños de Baltimore –el personaje-, ha acompañado a éste en una tarea academicista de la escritura del drama gótico, bebiendo güisqui juntos en blanco y negro. Pero en un blanco y negro hipermoderno, de nuevo manchado de saturados rojos artificiales, y en una –otra más- estética de pretensiones evocadoras del cine de Méliès.


La factura del tiempo en la era del exceso

Parece ser que la última de Cóppola, trata de un espejismo íntimo en el que el autor se descubre a sí mismo. Realmente el ejercicio que observamos en los sueños y los divagues que hay entre los planos del sueño, la conciencia y la inconsciencia de Hall Baltimore, son una transcripción de la manera en la que el director ideó esta película. Y no sólo eso, sino que el drama de la muerte de su hija, también es algo así como el calco de una experiencia trágica real. Según sus palabras, Coppola se dio cuenta de que su película le estaba hablando de su propia vida, a medida que ésta se desarrollaba dentro de su imaginario.

Twixt es una producción de Zoetrope Studios, productora que fue creada, junto con George Lucas, por el mismo Francis Ford Coppola en 1969, trece años antes de aquel genial experimento con el que dichos estudios quedaron arruinados. La pasión y la fe en la belleza fílmica de Coppola, dieron vida a esta película, que acabó con su propia madre: una numerosa familia experimental afincada en pleno Hollywood. Pero lejos queda aquella pureza juvenil del cine, en la que la electrónica y la fotografía se quisieron dar la mano y alcanzaron la sensibilidad retiniana de muchos espectadores, con la exquisitez artesanal de la escenografía y de los colores. Twixt utiliza las dimensiones 2 y 3D de manera intercalada, pues, según su autor, el uso que se está haciendo hoy en día de la nueva técnica, resulta excesivo y cansa a la vista. A propósito del 3D, en las salas no se repartieron las habituales gafas, imprescindibles para el visionado, sino que éstas formaban parte de una atractiva sinergia mercantil, al acoplarse a una careta con el rostro del Allan Poe coppoliano.

Es cierto que las películas de Francis Ford Coppola han adquirido el valor de hitos con razón suficiente, pero quizá esto se deba más a la capacidad y los deseos de adaptación del director, entre los devenires tecnológicos y las posibilidades estéticas de cada momento y a la emoción que con ello han adquirido sus producciones junto con el poder de alcance de público que tienen sus historias. Pero esta vez, el resultado del trabajo, no termina de encontrar una posibilidad de amparo ni en el guion clásico, ni en el aprovechamiento de la tecnología digital y se pierde en un acto satisfactor de consumo, nutriente de una moda adolescente brutalmente masiva.

Parece que Coppola haya regresado a su infancia justo en el principio del final de su carrera. Siendo uno de los más grandes directores del siglo XX y de la historia, ha resbalado en el exceso tecnológico y sensacional dominante en el que nos ahogamos hoy a una velocidad, ya no vertiginosa, sino imperceptible. Imperceptible por una sociedad cegada de transigencia, dentro de la cual, Coppola, se muestra como un abuelo regalando a su nieta la saga de Crepúsculo y disfrutándola él aun más que ella, mientras olvida con esto las posibilidades de un Apocalypse Now o los consejos de El Padrino, corriendo un tupido velo sobre las jugadas del “sueño americano”.


jueves, 21 de junio de 2012

Adaptation. El ladrón de orquídeas, Spike Jonze (2002)

La polinización encadenada de las flores.


Nadie debería quitarle el mérito a Spike Jonze, del mismo modo que nadie debería poner en duda el trabajo de Michel Gondry. Cerebritos intocables, capaces de dirigir las laberínticas películas de Charlie Kaufman.


Introducción:

Detrás de toda literatura siempre hay un escritor, pero él está detrás, arriba, abajo y delante. Kaufman es su guión cuando se arranca un trozo de carne de un bocado y nos muestra lo que hay dentro. El mecanismo, la maravilla de la verdad de la entraña del creador. Y entonces, no hay nada que decirle, ni siquiera acompañarle podemos, porque él nos lleva. Nos invita y, si aceptamos, nos arrastra. Habiendo viajado a través de la infinidad de capas que tiene cualquiera de sus matrioskas, es imposible volver. Como esa sensación que nos rapta en un callejón entre el sueño y la vigilia, cuando el pensamiento se nos acelera en teorías cruzadas que parecen claras un momento pero que son, muy a nuestro pesar, imposibles de reconstruir un instante después, por sencillas que parecieran en algún segundo ya remoto. Los complejos esquemas de Charlie Kaufman se deshacen por el camino, pero cada una de las alegorías representada en sus rincones y todas las subcategorías alegóricas que unen las mismas entre sí y con lo demás, tienen sentido en el abismo de su pensamiento en el cual, Kaufman, a parte de ser genial en la caída, es capaz de hacerlo guión y salir vivo de ello.

Un escritor es un ser hipocondríaco y sensible. Y probablemente, ya sea al derecho o al revés, ambas cosas mantengan una relación de causa y efecto. Cualquier escritor tiene dos opciones: hablar o callar. Y está clara la opción que supone la transparencia de un desnudo. Y está claro lo que significa dicha desnudez. A parte de mantener su nombre en el protagonista, en Adaptatión, más que nunca, Charlie Kaufman se regala.


Nudo:

Charlie se encuentra abrumado por la responsabilidad que supone la transcripción de unas palabras admiradas y puede que sea esa la causa de la sencillez de esta película frente a las demás. Cuando cierto uso de la libertad de expresión nos transmite un desgarre de autenticidad, el sombrero sólo se retira. Puede que haya expresiones que, para el que las admira, alcancen lo sublime de una manera tan absoluta que hacen que aquél les otorgue un halo de protección extraordinario. Puede que esto no pase a menudo. Puede que a algunos no llegue a pasarnos nunca: sentir una pasión hacia algo concreto. La devoción de John Laroche(Chris Cooper) por las orquídeas aturde tanto a Susan Orlean (Meryl Streep), que ésta se esfuerza por encontrar el sentido de su vida, en el mismo mundo en que su amigo encontró el propio accidentalmente. El ensimismamiento que la escritora tiene sobre Laroche es tal, que a través de un libro es capaz de transmitir la pasión de éste a Charlie Kaufman. ¿Ha cumplido su labor como escritora y aun no sabe donde se esconde el sentido de su vida? Así es. Y Susan se autodestruye por torpeza.

El guionista ha comprendido el significado de las flores. La pureza. Un fenómeno de verdad absoluta, una belleza redonda que se encuentra en cualquier parte y a la que nadie ha prestado atención. Un infinito. Por eso no puede hacer cualquier historia. No quiere convertir las flores en planos y personajes y secuencias. Y aquí -el verdadero Kaufman- introduce un encuentro con Robert Mckee, el autor de ese famoso manual -"El guión"-. Encuentro que muestra el culmen de su autoaceptación personal, con justifícadisima arrogancia y gallardía. Un momento grande, que deja airoso hasta al más apático espectador.


Y desenlace:

Sin encontrar la manera de adaptar la simbiosis sucedida entre Susan, John y las orquídeas en un contrato cinematográfico, justo antes de rendirse descubre que lo ocurrido con las flores es una cadena y que, si Susan contó la historia de su vivencia con Laroche, él contará la que tuvo con El ladrón de orquídeas.

A pesar de su maravillosa aptitud -también en este filme- para versar sobre el amor, tal vez éste no sea el gran trabajo del cineasta Charlie Kaufman. Tal vez no haya obra maestra posible, mayor que en la poética de Synecdoche New York. Esta vez la narrativa no deja tanta libertad a la interpretación, dentro de un marco de comprensibilidad más neutro de lo habitual. Esta vez la anacronía es sencilla y su recurrente uso del desdoblamiento de las personalidades es tratado de una manera preciosa, que resuelve el conflicto freudiano de la reflexión personal, en la relación con un hermano gemelo ficticio, al que bautiza como Donald Kaufman. Así que tenemos a doble ración de Nicolas Cage. Donald representa su parte normal en todos los sentidos: el adaptado, el que se relaciona con las mujeres, el que es capaz de vivir en el mecanismo empresarial y sabe lo que quiere el mercado, el que tiene la efectividad de las ideas vulgares y le ayuda a colocar la estructura de la exacerbada peripecia de sus guiones. "¿Cómo hacer que un mismo personaje esté a la vez en dos sitios distintos y que esto sea verosímil?" -le pregunta Charlie a Donald, una noche en la que comentan sobre sus trabajos-.

Una cosa es defenderse con inevitable sarcasmo ante el gran Mckee y otra muy distinta ver morir a tu hermano que te dice: "tú eres lo que amas, no lo que te ama" y seguir adelante. Echar de menos y sentir la plenitud, es un paraje universal.

Cuando un trabajo al fin se aparece ante un escritor, el escritor se acepta a sí mismo. Cuando el trabajo está escrito, se sabe y se piensa "Carajo, es narración. A McKee no le gustaría. ¿Cómo puedo mostrar sus pensamientos? No sé. ¿Qué importa lo que diga McKee? Siento que está bien. Es concluyente."



* La persona responsable de este texto, probablemente esta noche no pueda dormir soñando que se encuentra en mitad de una charca de niebla y cocodrilos donde, un guionista loco, le persigue con una escopeta.


(IMAGINE ME AND YOU. I DO.)
ADAPTATION, Best Time lapse scene ever seen - YouTube

miércoles, 20 de junio de 2012

Ana y los lobos, Carlos Saura (1972)



Lo blanco

Del color que tiene la nieve o la leche. Es el color de la luz solar, no descompuesta en los varios colores del espectro. Una cosa que, sin ser blanca, tiene el color más claro que otras de la misma especie. Que ha perdido el color de la cara a causa de una emoción fuerte, un susto o una sorpresa. Cualidad de ser cortés. Tratamiento que daban los servidores o esclavos a sus amos. Y objeto situado lejos, para ejercitarse en el tiro y puntería, o bien para adiestrar la vista en medir distancias, y a veces para graduar el alcance de las armas. Todo objeto sobre el cual se dispara un arma. Hueco o intermedio entre dos cosas. Espacio que en los escritos se deja sin llenar. Intermedio en la representación de obras dramáticas. Fin u objeto al que se dirigen deseos o acciones. Moneda de plata. Ana.


La Real Academia Española misma, apoya a la semiótica de esta crítica al nacionalismo, cuya crudeza total se diluye con la luz. Una película nuclear en la historia de un país que ha criado, con la venda en los ojos, a un hijo ilusionado y visceral. Un hijo, un padre y un espíritu que se retroalimentan arqueados. Una familia de rumiantes donde las bocas se abren y cierran sin descanso, a veces para comer, a veces para babear. A veces para la queja, a veces a la oración. Una familia que, a vista de águila, es el cuadro de un enjambre podrido en que el sol descarga toda su energía.

A España, un lugar de cultura exótica y amplios paisajes dorados, llega Ana, la joven institutriz inglesa, para encontrarse con la más rara experiencia que haya tenido jamás. Al parecer, Ana ha viajado mucho. Tiene los ojos abiertos y una calma provocadora de inmediata envidia. Envidia del espectador y envidia de los habitantes de una casa aislada, enorme y palaciega en la que, desde el primer momento, la calma habrá de soportar una serie de estímulos escuetos y desordenados y sabrá hacerlo. Ana es un personaje que se ofrece superficialmente neutro e inexpresivo, pero cuya belleza se desborda caminando entre el paisaje. La melena oscura de Ana se ilumina con sus ojos negros y se enganchan a ella los rayos de luz plateados, la piedra blanca de los balcones y el dorado de los campos de aceite. Negro, plata y oro blancos, con que se teje una red enérgica y cándida, elástica en los movimientos de Ana, que llega de la obra a nuestra sensibilidad y de la protagonista a nuestro foco.

El ejercicio trata de ofrecer un personaje claro sobre el que colorear con los tonos contaminantes de otras realidades sociales, léase con otros personajes. Ana será la oportunidad de haber elegido ser bueno, lo más puro que cabe ser dentro de una civilización de la decadente Europa. Una opción no contemplada por la mediocridad, el por qué no del intelecto marginal. La seguridad, la fuerza, la valentía, la disposición, la libertad de espíritu.



El petróleo

A lo largo de esta narración polifónica, iremos descubriendo cada ingrediente, nos adentraremos en una bruma inquietante que no hará más que alejarnos de la comprensión. La medida en que el conflicto se hará complejo, vendrá dada por la dificultad de los obstáculos que suponen los actantes mismos, todos en oposición entre ellos y con el objeto. Alcanzaremos la angustia del psiquiátrico casi a la par de empezar a encontrar una respuesta, cuando ya ésta no tenga posibilidades. Tendremos prisa cuando el tiempo se esté acabando, impotencia al ver consumirse el espacio. Todo será progresivo en el descubrimiento autárquico, cuando el miedo se corrobore y Ana sea como un jabón que se resbala por no caber en ninguna parte.

El primer color con el que la extranjera se encuentra es el del autoritario José. Preguntas y gestos sobradamente impertinentes frente a los que ella responde, en su sorpresa, con superior elegancia. En la cena, al límite de una mesa cuadriculada y aristocrática, es presentada a la familia completa por la esposa de José -ambos son los padres de las niñas-. Entonces observamos a Fernando (Fernán Gómez), embobado ante la llegada de la joven, hipnotizado por los atractivos cabellos largos que caen sobre la fragilidad de su cuerpo. Juan se muestra en impasible timidez. La luz es tenue y se posa sobre los rostros de los anfitriones, dejando el resto de la sala cubierta de una sombra propia del clásico cine de terror. Pero hay algo que hace que esta escena tenga un matiz cómico que deja en ridículo, frente al espectador, el rococó de los presentes.

Ana empieza a recibir cartas de un extraño. No sabemos nada, pero pensamos que probablemente algún pasado relacionado con la prostitución no quiera dejarla en paz y que, incluso, sea el olor de esa intuición la razón por la que los machos de la manada no le quitan el ojo de encima. Pero los hermanos, pareciendo competir por un trozo de carne, le ayudan a dar con el remitente. Es ahora cuando los tres empiezan a aparentar manejar unos hilos que se enredarán en adelante, hasta el final, cuando nos habremos olvidado de esos hilos que nunca estuvieron. No es el pobre loco de Fernando, ni es José, el clásico machista al que Ana descubrirá, de hecho, jugando con sus amantes. Sino Juan, anulado por su enferma timidez extraña. Parece que la trama ya presenta un conflicto y ante éste, la protagonista se mostrará rápida e inteligente. Primero se apoyará en la compañía de José, al que ayuda en el cuidado de su colección de trajes y reliquias militares, hasta que se decepcione en un susto y huya de él. Tratando de evitar al acosador de las cartas eróticas y empujada por su inevitable afán de ayudar a esa familia agonizante, acudirá a Fernando, pensando que ésta es la víctima que conoce la verdad. Sin darse cuenta, se verá dentro de una situación en la que, hacía poco, sólo era visitante. El blanco dentro del negro cavernícola. Se verá recurriendo al ejercicio espiritual de éste hijo de España, que cree levitar desde una cueva de su campiña. Y de nuevo huirá de temor.

Las niñas -la paz de Ana, las mujeres de la guerra-, acuden a ella cuando encuentran una de sus muñecas arrojada al fango en medio del campo, con el pelo cortado y envuelta en un saco. No hay pistas, pero el cerebro expectante añade carbón a la máquina.

Entretanto, la mujer de José no nos dice nada: puede que sepa mejor que nadie lo que ocurre en esa casa, o puede que simplemente se mantenga en la sumisión, desde la comodidad más egoísta que le dan los lujos. Y la madre de esas criaturas, que tampoco será el oasis de Ana, sino otra loca que, al menos por su avanzada edad, podrá dejar cabida a la comprensión, cuando la entendemos como el vértice y contenedor de todo el caos, como la tierra de esa hierba, que ha dado y recibido desde el mismo error. La madre de los lobos se nos parece a la esencia, quizás al porqué, hasta que finalmente no nos quede más que darle el valor del peregrino de Dios, darle el valor de España, que se refugia entre sus recuerdos, que con la mirada empañada de lágrimas, busca el motivo de la desgracia, sin reparar en la idea del espejo.


Cara a la España cadavérica














Carlos Saura, como genialmente sabe hacer, pinta un lienzo de colores, dejando el correlato objetivo a merced del, probablemente, más personal e íntimo pincel del cine español.

Ana -la niña de Charlot- ha descubierto el horror. Ha conocido el gen del caudillo, el del falso infiltrado, el del líder sectario. Se ha  compadecido de las mujeres inocentes que sufren encerradas en sus casas, aguantando cada minuto dictado. Se ha encontrado con las lágrimas de los convocados por el cielo divino a la ceguera de un pasado destruido y atemporal. Un pasado presente: el engaño y la dictadura regadores del monstruoso catetismo nacional.

Así pues, cuando no se hubo entendido a tiempo que no había nada que entender, que la alienación del conjunto era el enemigo, que la solución del jabón era secarse, a saber, afiliarse o morir, la película se acaba, con la cara del cadáver del exiliado.

miércoles, 16 de mayo de 2012

La trampa de la muerte, Sidney Lumet (1982)



Un combinado de intriga, thriller y comedia, donde los tres géneros se anulan  entre sí al mismo tiempo, haciendo resultar al conjunto, bastante cansado. Cine comercial no tiene por qué ser sinónimo de aburrimiento. Pero aquí, cuando el frío estatismo de un amplio salón está a punto de recordarnos a cualquier filme de Alfred Hitchcock, una rubia ridícula comienza a chillar haciendo al público sonrojarse, al intuir que debe de existir una intención de comedia en todo eso.

Comienza presentándose una trama. Una introducción en un teatro de Nueva York, del que el protagonista sale anunciándonos que algo tenía que ver con él aquella obra. Borracho, vuelve a una enorme casa en las afueras de la ciudad, donde una mujer de pretenciosa juventud, que parece ser su esposa, le espera histérica. Una histeria que poco a poco se nos irá antojando un mero capricho. Y así sus sentimientos, así los carácteres mismos, la estética y, al final, la película sola. Capricho.

Entonces no lo sabemos, pero habiendo la cámara entrado a la casa, nosotros habremos entrado ya en el teatro, estaremos sentados en nuestras butacas y, frente a nuestros ojos, tendremos un escenario  cinematografiado con puertas a ambos lados, por las cuales, aparecerán y desaparecerán los personajes a modo de comedia de situación. Eso sí -y éste es uno de los aspectos positivos-, los justos para que la trama funcione.



Hitchcock con sirope

Salvo la breve presentación y un par de visitas al exterior de la casa -paisaje gótico que sazona al ingrediente-miedo-, la única localización será el salón, con los complementarios del dormitorio y la cocina. En este contexto, se sitúa otro de los motivos de la planitud del resultado: la repetitiva insustancialidad de las conversaciones, traducidas en prolongados planos abiertos, contemplativos, muy largos, muy carentes de acción por si mismos. Hay una falta de lógica natural en esta manera de plantear las secuencias que, a pesar de deber de ser fruto del perfil de un director que nació en el mundo del espectáculo y creció bajo el mismo techo que el teatro, la tele y el cine, plantea una paradoja, un malentendido con el término innovar, una desproporción debida al descuido o a la falta de tiempo… ¿A qué tipo de público va dirigida esta película?: esa cámara subjetiva que pretende convertirse en la hipnosis del asesino, cuando Sidney argumenta el plan maligno a su esposa, movimiento que vuelve a utilizarse en el segundo acto, cuando Clifford trata de persuadir, de la misma manera, a su maestro. Este tipo de intervenciones estilísticas quedan aisladas en todo sentido y hacen que, por un lado aparente cierto destino telefilm y, por otro, un ínfimo desliz moderno. En definitiva, una triste sensación de esquema de cine enlatado, de suspense kitsch.

Y es que en 1982 acababan de dejarse atrás las vanguardias -que hacían al cine experimentar, conceptualmente, sobre sí mismo-, el movimiento hippie, la candidez naranja del imaginario de unas fotos de inocente analogía, al mismo tiempo que ya había llegado la nueva era de acción, de las superproducciones sobre la ciencia ficción. Ya, el suspense narrativo comenzaba a radicar en el impacto de los excesos, que nos encierran en el morbo más narcisista y que nos alejan de la calidad humana, alumbrando la intrascendencia estética que hoy nos gana la batalla que ella inventó. En los ochenta la moda cumple sus quince años y, con la pura intención de sentirse libre, se exacerba el maquillaje y se desfasa en su actitud. El tono, la forma y el contenido de la película se sustentan en este matiz, el de la superficialidad de la imagen que se desenvuelve en el mercado de los cuerpos y que da la capacidad de cometer asesinatos banales para alcanzar el sueño americano. Y, a la vez, todo envuelto en los movimientos sensuales que portan la seguridad del cine clásico.

Queda la curiosidad de saber si había alguna intención más allá por parte de Lumet, que coge la obra literaria La trampa, de Ira Levin, y la pasa a formato cinematográfico. La idea es buena y, el resultado de la misma, se compensa con la ilusión amarillista de ver a un joven y fuerte  Cristopher Reeve en acción, el cual, encima, hace el papel de homosexual. ‘Resultará sensacional ver a éste y a Michael Caine enrollados y queriéndose matar el uno al otro’. Pero ni esto acaba con la ansiosa espera del espectador, que seguirá aun diciendo, a cinco minutos del final: “que empiece la chispa, por favor”.

miércoles, 9 de mayo de 2012

La clase, Laurent Cantet (2007)


Una concepción dialéctica

Antes de rodar Hacia el sur, Laurent Cantet ya había pensado hacer una película sobre la vida en un instituto, imaginando éste como un lugar que representa el microcosmos perfecto. Y así es como se entiende a La Clase, un pedazo de realidad extrapolable a cualquier nivel social. Para darle el matiz documental que requería la idea, pensó en pasar una temporada dentro de un centro observandolo, pero justo cuando se estrenó su película en 2005, conoció a François Bégaudeau, presentando entonces su novela Entre les murs.

Así dio con el molde que cubriría su proyecto: el libro, que contenía toda una serie de situaciones descritas durante un curso escolar y su autor, la persona perfecta para explicarlas. Nada más lejos de la realidad, y además de en guionista, él se convertiría en el profesor de una clase que no fue del todo ficticia, formada por veinticinco adolescentes que asistieron, durante un año, a un taller en el que fueron demostrando -y al parecer de manera sorprendente- todo lo que más tarde serían capaces de hacer. De la misma manera que los padres y profesores de la película, también pertenecen a la realidad del François Dolto, un instituto del distrito XX de París.



De cine experimental

Cada película, antes de ser, en su esencia, requiere un tratamiento determinado. Y lo que ocurre entre las paredes, exigía ser contado sin filtros. Esta obra apenas contó con el colador que siempre es indispensable en el momento de relatar, el que organiza la materia prima en las coordenadas básicas del tiempo y el espacio: quitando que el discurso -cuya historia transcurre en un año- se condense en 180 minutos, todos lo demás queda a la vista. Como apunta el director, "la idea era filmar la clase como un partido de tenis", por eso un tiro de cámara salta por el aula captando los movimientos, gestos y situaciones del instante y otro apunta al profesor, que da el dinamismo a los diálogos con los alumnos, a quienes irá acudiendo un tercer tiro según surja y de manera, a veces, improvisada. Las localizaciones son el interior del instituto. Cualquier escenario fuera de él hubiera supuesto un error narrativo crucial pues, La clase, representa un núcleo social de conflicto como lo serían el de una familia, una empresa o un país. Ecosistemas humanos tan básicos como problemáticos, cada uno de los cuales, en su extensión, se alimenta de una red infinitamente cruzada de emociones, que van atadas por los tantos nodos de las formas del poder y según los cuales orbitan los intereses concretos de sus individuos.



El arte de relatar es el arte de mirar con lupa



El profesor de lengua François, comenzará a trabajar con un grupo de adolescentes multicultural, complicado y bastante grande como para que lo abrumador de la primera secuencia en el aula, nos invite a identificarnos con él. Sobre todo por el rasgo más llamativo del tono que, desde el principio, nos hace cuestionarnos lo real de lo que estamos viendo, un clima en el que las más recientes generaciones, seguro se ven perfectamente reflejadas. La espontaneidad natural del trabajo de todos los actores crea una ambientación, que junto con la mirada realista de la cámara, la hace totalmente propia del documental. Tal es así que, mientras contemplamos, no paramos de preguntarnos si realmente se trata de esto o de pura ficción. Más adelante eso casi dejará de preocuparnos, pues ya estaremos sumergidos en la atmósfera de una verdadera película que, lejos de aburrir, nos atrapa y emociona. Querremos ser alumnos de François o ser François mismo, al admirar la manera con que esquiva los constantes obstáculos que sus alumnos le proponen, a veces conscientes, a veces desde la inocencia que toda persona menor de catorce años no ha debido perder todavía.

Alumnos que primero se preguntan por qué han de aprender con tanto detalle su lengua materna, pero que luego comenzarán a comprender la belleza de la herramienta que les ayudará a sacar a fuera lo que sienten y, sobre todo, de una manera que nadie antes les había propuesto. Souleymane, el que en apariencia es el típico chico conflictivo que se sienta al fondo de la clase, encuentra, gracias a su profesor, una manera de expresarse con validez a través de sus fotografías, en un ejercicio que todos deben de esforzarse en concebir: el de retratarse a sí mismos a través de un breve texto. En este contexto es pertinente recordar esa preciosa escena en la que, en un plano fijo y austero, se inserta el retrato de Carl, que enumera a pinceladas simmples y concisas, las cosas que le gustan y las que no. Un auténtico retrato. Souleyman y sus compañeros aprenden que no sólo tienen la posibilidad de expresarse con libertad, sino que las formas que puede tomar su expresión son más cercanas, diversas y gratificantes de lo que esperaban.

François les enseña el camino que abren el lenguaje y el respeto, pero de un modo que en seguida los espectadores empezarán a temer, al ver cómo se le escapa de las manos. Nos sentimos inevitablemente dentro. Esa manada de niños nos ha irritado y llenado de impotencia durante los primeros minutos del film, pero la paciencia de su maestro ha sabido darnos confianza, mostrándonos que los breves pasos de lo que siempre ha sido -y es- una lucha desconsiderada, dan a los demás lo que realmente necesitan y vemos que el fruto es tierno fácilmente, cuando hacía un rato nunca hubiéramos querido morderlo. Tras François haber alcanzado la aceptación empática con su clase, el nudo del relato se desarrollará desde la angustia y la impotencia. Esa impotencia visceral que todos sentimos cuando discutimos con alguien a quien queremos, cuando se enfadan con nosotros y creemos que se ha roto algo que no podremos arreglar con las palabras pues, aunque pensemos en ellas con entusiasmo, el lenguaje se materializa en una bruma que, a la vez que se esparce, se condensa. En la película el agobio nos abate y, como un personaje más, la emoción todavía no querrá rendirse. Cuando en verdad, hasta desearíamos que lo hiciera. Pero poco a poco las cosas van pasando y observamos que las estructuras que nos organizan, bajo las que debemos convivir, son más fuertes que uno sólo y en primer lugar por eso: porque uno no está nunca solo.


La vida es constante con nosotros y al final, de repente, siempre volvemos a vernos jugando un partido de futbol y riéndonos con los empujones que nos damos.

Con esta película, Laurent Cantet nos está regalando un pensamiento, que puede resultar catastrófico, a la vez que hermoso. Con lo agradecido de ser un mensaje que llega a través de los sentimientos. Para eso sirve el cine y por eso este es un gran trabajo. Y la enorme importancia que tiene este experimento está en lo universalizable de la raíz de su mensaje. Nos enseña que debemos ser buenos libremente, pero con la conciencia de que los errores –como el de François- deben servirnos para ser prudentes. 




* Y en estos tiempos que corren, en los que la primavera sólo parece una escusa económica y cuando todavía el poder funciona en el deseo de ser la flor más alta, antes que en el de pertenecer a la tierra que agarra a todas las flores.

lunes, 7 de mayo de 2012

The Artist, Michel Hazanavicius (2011)


El mito

En plena era dos mil, cuando ya el todo vale está más que desbocado, llega una película que pretende romper esquemas. Dicho de otra forma: sobre una base de esquemas rotos, el hachazo creativo de Michel Hazanavicius, probablemente el largometraje más elogiado de 2011. El motivo de la fama debe de radicar en el hecho de ser la primera película muda por gusto y no por falta de medios.

Es cierto: hace ocho décadas que al cine llegó el sonido y se olvidó absolutamente de su yo anterior. Porque el mudo no se consideró otra manera de cine, sino que era lo que había mientras esperábamos salvarnos del modelo primitivo. Los errores de la historia cuando la tecnología la mueve: en este caso se dejó morir un modelo de representación, en el típico homicidio de refuerzo que la fe en el progreso concibe. Así ocurrió que el camino que tomó la gran pantalla era el que siempre había soñado, la empresa iba viento en popa, el dinero crecía como la espuma y sus estrellas eran dioses que llenaban las imágenes de diálogos parabólicos. Todo era redondo y las butacas estaban tan llenas de babas... Babas en los sofás, babas en los grandes almacenes. Las butacas del cine tenían ya tantas maneras de estar, las pantallas tantas formas de manifestarse, que el público era más que fácil. Y entonces el cine llamó a su viejo, en un antojo de sus más superficiales atributos.


Tan post, que ya ni moderno.

Estamos viviendo la era del retro o el vintage. El arte no parece llegar a valorarse como debiera y, sin embargo, las modas apuntan a una retoma de los mitos del rock y del cine, al blanco y negro, a los coches clásicos, al jazz. En nuestro país, el flamenco acaba de ser reconocido como Patrimonio de la Humanidad y esto es positivo. Pero las causas de este devenir seguramente no sean más que pura casualidad en la lógica del mercado y The Artist, es el producto perfecto.

El cine ha sido siempre el núcleo fundamental que desprende las partículas de las modas, pero nunca ha dejado de ir unida la forma del contenido. Sí, en las películas más meramente comerciales, el decorado, la acción y el atractivo son lo más importante. Pero hablamos de una película que ha sido nominada para seis Globos de Oro, ha ganado en mejor comedia musical, mejor banda sonora, se ha premiado a su protagonista como mejor actor de comedia musical, así como a mejor actor por Cannes. Ha sido nominada a  diez Oscars de los que se ha llevado nada más y nada menos que cinco. Un sinfín de premios y de elogios críticos continúan esta lista, pudiendo añadir los de un público sorprendido por la grandeza de una obra a la que anuncian como cine de verdad.

Nuestro referente al término cine puede ser el cartucho enrollado de una película, unos largos guantes perla, un bastón y un teatro en blanco y negro, pero que nos den con un canto en los dientes si, al menos esto, significa el reconocimiento del séptimo arte por el gran público. No es así.

En este sentido, esta película adquiere importancia por contarnos la pubertad del cine, a una generación que nunca estuvo allí  y más cuando, precisamente ahora, está heredando tantos objetos de esos abuelos suyos: polaroids y lomográficas, zapatos de claqué, labios rojos, discos de vinilo y camisas de seda sintética. Nos vemos cubiertos de nostalgia en un momento en el que al fin parece cierto que el futuro no existe

La idea que propone el film de explicar qué pasó, es buena. Y lo es aun más la construcción metadiscursiva que propone, en la cual tenemos una diégesis inserta en la principal: una película proyectada en un gran teatro, con una orquesta y un distinguido público a sus pies y, tras bambalinas, a sus responsables. Y todo confluye a un mismo ritmo, cine y vida. Vemos unas manos llevadas a la boca de unas señoritas finamente enguantadas y otros ojos saliéndose sobre los bigotes de sus señores. Cuánto humor, cuánta chispa y cuánto brilla la estrella, que acompañada de su perro a todas partes nos presenta, en la figura de Jean Dujardin, la sensualidad, el atractivo y el fanatismo platónico característico, que en seguida deja de serlo cuando Peppy Miller (Bérénice Bejo), consigue llamar su atención. Instantáneamente surge algo especial entre ellos y la hermosa joven pasa a ser la nueva estrella del sonoro, al cual su príncipe azul se niega acceder. Ese es el conflicto, un conflicto que lo fue de verdad en su momento y que se vio, para más inri, desafortunadamente afectado por el famoso crac del 29. Jean Dujardin representa a los detractores de aquella evolución tecnológica, que llegó en los años treinta y a la que el drama teatral procedente de las tablas, ya no le servía.

Pero la película, lejos de acercarnos a una explicación, nos termina alejando de ella, mostrándonos la querencia del cine mudo como un mero capricho y, el rechazo al sonoro, como una postura orgullosa vacía de sentido. Tal paternalismo, queda bien lejos de ese homenaje al mundo artístico del cine primitivo del que tanto se habla. Aunque es innegable que pudiera ser esa la intención. 


Hay planos que, aunque queden aislados en la simpleza, resultan originales. Y hay una preciosa escena en la que Peppy aterriza en el camerino de George y comienza a jugar con el frac que hay colgado en su percha. Cine mudo. Lo que lastima del conjunto es que está desnutrido de estilo. Cierto que se compone de una serie de alusiones a títulos emblemáticos, pero estos pierden su sentido dentro de una trama que se puede soplar y hacer desaparecer enseguida. 

Como obra carece de autor implícito y de mensaje real y, por otro lado, la actuación es un híbrido entre la teatralización de entonces y la especialización cinematográfica de después. Y parece que no queda otra que beberla a trompicones, en el líquido autosuficiente del culto a la imagen, que hoy ya está más que aprehendido. La contemporánea textura, a momentos se ve, más que sutilmente adornada, interrumpida de manera forzada en intentos de evocar el efecto del paso de manivela. Está claro que la intención no era hacer una película muda, sino demostrar la misma dentro de la idea de película actual. Pero lejos de conseguir la calidad de un coctel elaborado, resulta como la frialdad de una ensalada arrojada a la cara, desde un envase en compartimentos.


El puro del final

Estaría mal dejar de reconocer el merito del director, que consigue un discurso totalmente fácil prescindiendo, aunque no de la música, sí del diálogo, con un mínimo del recurso a los rótulos. Pero, ¿realmente es un mérito? Hay películas que apenas tienen diálogo y se entienden perfectamente y otras que, aunque estén llenas de ellos, estos sólo son simples rellenos que no pretenden más que eso y sumergir en la acción al espectador, distrayéndolo. Sobre todo es fácil teniendo en cuenta la guionización de The Artis, como un ejercicio de la clásica, a la que el público está ya más que hecho. Y nada menos nuevo que ese juego de roles en el que el hombre maravilloso que, capaz de ser mujeriego y sensato al mismo tiempo, tiene que enfrentarse a la clásica mujer débil, hueca e, incluso, algo frívola. Sin méritos ni originalidad, es lo más previsible que pueda verse. 

Exceptuando el momento de la pesadilla, en el que el protagonista ve lo que está a punto de ocurrir – como su voz se pierde y comienza a escuchar  el sonido de las cosas amenazándole-, es completamente una demo, una idea inicial que no ha sido desarrollada. O como si lo más importante no fuera el guion, porque desde el principio ya estuviera clara cual iba a ser la dicha de este artículo que, puesto en la estantería, no es más que una postal.

George Valentín llega a su anterior apartamento envuelto en la más dramática de las bandas sonoras – supuesto momento álgido en el último giro antes del The end- y encuentra una caja que lleva con él, muy despacio, hasta un sillón, manteniéndola cerrada unos segundos para crear un poco de expectación. Nunca una pistola ha sido tan parecida a cualquier cosa, sabiendo que el desenlace iba a quedarse en unos desencantadores pasos de claqué.

Al final a Valentín, el pobre romántico del mudo, alguien le ha robado el melodrama y ha quedado, ante los ojos del espectador, casi totalmente despersonalizado. Todo podía haberse perdonado si el secreto de la caja hubiera sido un puro, en su bolsillo hubiera habido un mechero y, en medio del humo, una reflexión obvia. Incluso con el sólo plano de la actriz corriendo hacia el apartamento, podríamos haber llegado a imaginar ese beso de películaEl beso de Peppy Miller y George Valentín. El beso del mudo y el sonoro.

sábado, 28 de abril de 2012

Caché, Michael Haneke (2005)


Qu'est-ce qui est Caché ?

Un estilo (…)

Haneke es de grises tierra de cielo lluvioso y marrón pálido de suelos mojados. Así es un descampado antes y después de llover. Antes más al cielo, después más a la tierra. Un descampado marrón donde hubo o hay una fábrica gris, vacía o no, parada o mecánica. Haneke no debe de ver la diferencia, debe de entender que lo cotidiano es así: mecánico o quieto. Pero visible con o sin secreto. Pensando así, desde esta escueta estética, que sin embargo no es nada menos que hiperrealista, podemos comprender el miedo de cualquier individuo occidental. Nuestra desconfianza cotidiana, traducida en no pasar a oscuras junto a las ventanas abiertas. Cualquier urbanita solitario vive en relación constante con otros semejantes a él, pero y qué.

Si lo escueto de esta estética se registra en forma de vídeo casero, el resultado es el doble por ingrediente. La señal del color se despliega, se estira y el marrón grisáceo palidece con la claridad lumínica al natural; el ángulo de visión humano se reduce a planos cortos y cerrados y la austeridad de los mismos tiembla en el hombro de alguien de rodillas asustadas. Eso si el plano no se queda fijo. Pero, ¿quién lo sujeta? La película ha terminado y Caché continúa. No pretendo decir que el relato no esté cerrado como es debido, pero el final ha quedado abierto. La respuesta queda escondida y la cinta ya se ha acabado.

¿Qué significa este metaformalismo de relatos insertos en cinta? Pues si le quitamos otra cabeza a la muñeca rusa, el film en sí mismo, es decir, la diégesis principal (el relato marco) mantiene un filtro cercano al del casette. No en la textura, pero sí en la mirada que a veces incluso suelta el trípode en pos de una mayor cercanía documental. Como cualquier otro relato tiene que tomar decisiones y, si en un plano hay dos personajes y uno de ellos se va, la cámara elegirá seguir o no a este que se marchó. Lo haga o no, la expectación del receptor – que pide a gritos que el plano se abra - es la misma, porque hay un tipo, alguien, que ha vuelto a dejar una cinta en la puerta de la casa y, esta vez, mientras el dueño se encontraba ahí mismo. 


(…) y una forma de narrar

El montaje inserta, de manera aislada, imágenes breves de un niño enfermo al que le sangra la boca y que hace algo que parece ocultar a la cámara conscientemente. En una habitación oscura, un zoom lo bastante rápido, es suficiente para que el conjunto de ese juego de escasos segundos - que la película utiliza no más de tres veces y sólo en la primera parte-, nos inyecte (en) una pizca climática de terror. Bien, no entendemos para qué nos han dado esta información tan huérfana, pero lo que está claro es que, aunque a menor escala –a escala incomparablemente menor-, a partir de este momento la incertidumbre nos provoca e irrita de la misma manera que a los personajes de la película.

En la segunda parte, el goticismo se esfuma de la narración y comienza la desazón realista de un matrimonio amenazado por el miedo. Parece que la trama va a empezar, de repente, a desplegarse un poco en el clásico recurso paralelo del drama de la infidelidad: una mujer, debilitada ante la traición de un marido superhéroe que no quiere compartir su aventura. El protagonista ahora resulta de lo más interesante. “No, por favor, que la película no devenga en tal cosa”, pensaremos, pero asoma la tragedia que estábamos esperando y el hijo único desaparece. Cuando todo ha sido sólo un susto del guión - que no está mal – y parece que el adolescente – un adolescente tímido y poco comunicativo- vaya a darnos cierta información imprescindible, lo que hace es mencionar a su madre ese problema, fundamental en una familia, pero que a nuestra historia se le antoja complementario.


Con ironía diré – pues a veces se entiende necesario advertirla -, que seguramente el director sepa lo que hace. El hecho del desajuste en la relación matrimonial, da fuerza al problema del protagonista, añadiéndole peso a su desconocida conciencia. Lo hace más distante de su mujer y de nosotros, que nos centramos en su psicología, retenedora de una rareza infantil no resuelta. Cuando la película haya terminado, habremos comprendido que la implicitud con que se ha tratado ese problema secundario, ha acompañado a la del problema principal, del que tampoco se concreta una explicación. Realmente no sabemos si el responsable de las cintas es aquel que fue su compañero de infancia y descolocó su psicología, pero este niño, ya adulto, le ha llamado para que presencie su suicidio. El sospechoso se degüella en seco frente a él, no sin antes recordarle que él no ha sido. Y más tarde, la entereza que le muestra el hijo del desgraciado suicida, nos aumenta la paradoja. Es imposible que no hayan sido ellos.


En total

Yo imagino que la mayoría de espectadores se quedarán a gusto concluyendo lo mismo que el protagonista: que sus sospechas eran certeras. Pero quizá en los trabajos de Michael Haneke nuestro deber no es tanto empatizar con los personajes como con él mismo, con la autoridad. Con la psicología que utiliza el relato como tinta, de sus teorías cobre el ser humano actual. Si no, qué es lo que le pasa a Haneke con las cintas en sus películas, qué quiere decir con la armonía del decorado y el encuadre, que crean la gran paradoja de este autor al ponerse en contacto con la aparente espontaneidad de la captura.

El realismo no debe posicionarnos de manera inamovible. Estamos hablando de cine y por suerte, de un cine que sabe explotarse a sí mismo como medio de expresión. No queremos el cine para preguntarnos "quién ha mandado las cintas". El cine existe para que nos preguntemos el significado de las mismas. Y más aun tratándose de este autor, para el que este elemento se ha convertido en su forma base. Ese es el objeto simbólico, la analogía de la realidad: reproductividad de lo concreto a lo abstracto, de lo objetivo a lo subjetivo, de los hechos a la conciencia. Ese es el significado del soporte analógico, fenómeno industrial que, sin embargo, mezclando plástico y química, ha llevado a un desconsiderado - pero importante - paso en la evolución de la humanidad, el del filtro contínuo que nos separa y nos confunde la realidad y la ficción, alejándonos incluso de nosotros mismos.

Así es la existencia para este director de cine, que al final de la película nos sitúa en la actualidad, en la puerta de un instituto, para que la reflexión vaya tomando forma mientras los créditos caen sobre la imagen. (No es gratuito que uno de los personajes sea un hijo adolescente, en una película que trata sobre el pesar de una conciencia, arrastrada desde la niñez más madura.) Y acabamos aquí, bajo una escalera que arroja jóvenes individuos a la calle, en un plano cerrado en dos columnas - una a cada lado -, que rompen el equilibrio narrativo en la simetría hierática de la desconfianza. La sorpresa puede venir por cualquier lado.

El realizador sabe que la psicología humana no le pertenece siquiera a uno mismo,  que es un fenómeno de posibilidades infinitas y que, para un animal social cualquiera, es materia de terror asegurado.

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Caché, Michael Haneke (2005)