Una concepción dialéctica
Antes de
rodar Hacia el sur, Laurent Cantet ya había pensado hacer una película sobre la
vida en un instituto, imaginando éste como un lugar que representa el
microcosmos perfecto. Y así es como se entiende a La Clase, un pedazo de
realidad extrapolable a cualquier nivel social. Para darle el matiz documental
que requería la idea, pensó en pasar una temporada dentro de un centro observandolo, pero
justo cuando se estrenó su película en 2005, conoció a François Bégaudeau,
presentando entonces su novela Entre les murs.
Así dio con
el molde que cubriría su proyecto: el libro, que contenía toda una serie de
situaciones descritas durante un curso escolar y su autor, la persona perfecta
para explicarlas. Nada más lejos de la realidad, y además de en guionista, él
se convertiría en el profesor de una clase que no fue del todo ficticia,
formada por veinticinco adolescentes que asistieron, durante un año, a un
taller en el que fueron demostrando -y al parecer de manera sorprendente- todo
lo que más tarde serían capaces de hacer. De la misma manera que los padres y
profesores de la película, también pertenecen a la realidad del François Dolto,
un instituto del distrito XX de París.
De cine experimental
Cada
película, antes de ser, en su esencia, requiere un tratamiento determinado. Y
lo que ocurre entre las paredes, exigía ser contado sin filtros. Esta
obra apenas contó con el colador que siempre es indispensable en el momento de
relatar, el que organiza la materia prima en las coordenadas básicas del tiempo
y el espacio: quitando que el discurso -cuya historia transcurre en un año- se
condense en 180 minutos, todos lo demás queda a la vista. Como apunta el
director, "la idea era filmar la clase como un partido de tenis", por
eso un tiro de cámara salta por el aula captando los movimientos, gestos y
situaciones del instante y otro apunta al profesor, que da el dinamismo a los
diálogos con los alumnos, a quienes irá acudiendo un tercer tiro según surja y
de manera, a veces, improvisada. Las localizaciones son el interior del
instituto. Cualquier escenario fuera de él hubiera supuesto un error narrativo
crucial pues, La clase, representa un núcleo social de conflicto como lo serían
el de una familia, una empresa o un país. Ecosistemas humanos tan básicos como
problemáticos, cada uno de los cuales, en su extensión, se alimenta de una red
infinitamente cruzada de emociones, que van atadas por los tantos nodos de las
formas del poder y según los cuales orbitan los intereses concretos de sus
individuos.
El arte de relatar
es el arte de mirar con lupa
El profesor
de lengua François, comenzará a trabajar con un grupo de adolescentes
multicultural, complicado y bastante grande como para que lo abrumador de la
primera secuencia en el aula, nos invite a identificarnos con él. Sobre todo por el rasgo más llamativo del tono que, desde el principio, nos hace cuestionarnos lo real de lo que estamos viendo, un
clima en el que las más recientes generaciones, seguro se ven perfectamente
reflejadas. La espontaneidad natural del trabajo de todos los actores crea una
ambientación, que junto con la mirada realista de la cámara, la hace totalmente propia del
documental. Tal es así que, mientras contemplamos, no paramos de preguntarnos
si realmente se trata de esto o de pura ficción. Más adelante eso casi dejará
de preocuparnos, pues ya estaremos sumergidos en la atmósfera de una verdadera
película que, lejos de aburrir, nos atrapa y emociona. Querremos ser alumnos de
François o ser François mismo, al admirar la manera con que esquiva los
constantes obstáculos que sus alumnos le proponen, a veces conscientes, a veces
desde la inocencia que toda persona menor de catorce años no ha debido perder
todavía.
Alumnos que
primero se preguntan por qué han de aprender con tanto detalle su lengua
materna, pero que luego comenzarán a comprender la belleza de la herramienta
que les ayudará a sacar a fuera lo que sienten y, sobre todo, de una manera que
nadie antes les había propuesto. Souleymane, el que en apariencia es el típico
chico conflictivo que se sienta al fondo de la clase, encuentra, gracias a su
profesor, una manera de expresarse con validez a través de sus fotografías, en
un ejercicio que todos deben de esforzarse en concebir: el de retratarse a sí
mismos a través de un breve texto. En este contexto es pertinente recordar esa preciosa escena en la que, en un plano fijo y austero, se inserta el retrato de Carl, que enumera a pinceladas simmples y concisas, las cosas que le gustan y las que no. Un auténtico retrato. Souleyman y sus compañeros aprenden que no sólo
tienen la posibilidad de expresarse con libertad, sino que las formas que puede
tomar su expresión son más cercanas, diversas y gratificantes de lo que
esperaban.
François les
enseña el camino que abren el lenguaje y el respeto, pero de un modo que en
seguida los espectadores empezarán a temer, al ver cómo se le escapa de las
manos. Nos sentimos inevitablemente dentro. Esa manada de niños nos ha irritado
y llenado de impotencia durante los primeros minutos del film, pero la
paciencia de su maestro ha sabido darnos confianza, mostrándonos que los breves
pasos de lo que siempre ha sido -y es- una lucha desconsiderada, dan a los
demás lo que realmente necesitan y vemos que el fruto es tierno fácilmente,
cuando hacía un rato nunca hubiéramos querido morderlo. Tras François haber
alcanzado la aceptación empática con su clase, el nudo del relato se
desarrollará desde la angustia y la impotencia. Esa impotencia visceral que
todos sentimos cuando discutimos con alguien a quien queremos, cuando se
enfadan con nosotros y creemos que se ha roto algo que no podremos arreglar con
las palabras pues, aunque pensemos en ellas con entusiasmo, el lenguaje se
materializa en una bruma que, a la vez que se esparce, se condensa. En la película el agobio
nos abate y, como un personaje más, la emoción todavía no querrá rendirse. Cuando en verdad, hasta desearíamos
que lo hiciera. Pero poco a poco las cosas van pasando y observamos que las
estructuras que nos organizan, bajo las que debemos convivir, son más fuertes que uno sólo y en primer lugar por eso: porque uno no está nunca solo.
La vida es
constante con nosotros y al final, de repente, siempre volvemos a vernos jugando
un partido de futbol y riéndonos con los empujones que nos damos.
Con esta
película, Laurent Cantet nos está regalando un pensamiento, que puede resultar
catastrófico, a la vez que hermoso. Con lo agradecido de ser un mensaje que
llega a través de los sentimientos. Para eso sirve el cine y por eso este es un
gran trabajo. Y la enorme importancia
que tiene este experimento está en lo universalizable de la raíz de su
mensaje. Nos enseña que debemos ser buenos libremente, pero con la conciencia
de que los errores –como el de François- deben servirnos para ser prudentes.
* Y en estos tiempos que corren, en los que la primavera sólo parece una
escusa económica y cuando todavía el poder funciona en el deseo de ser la flor más alta, antes que en el de pertenecer a la tierra que agarra a todas las flores.

* Y en estos tiempos que corren, en los que la primavera sólo parece una escusa económica y cuando todavía el poder funciona en el deseo de ser la flor más alta, antes que en el de pertenecer a la tierra que agarra a todas las flores.
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