miércoles, 9 de mayo de 2012

La clase, Laurent Cantet (2007)


Una concepción dialéctica

Antes de rodar Hacia el sur, Laurent Cantet ya había pensado hacer una película sobre la vida en un instituto, imaginando éste como un lugar que representa el microcosmos perfecto. Y así es como se entiende a La Clase, un pedazo de realidad extrapolable a cualquier nivel social. Para darle el matiz documental que requería la idea, pensó en pasar una temporada dentro de un centro observandolo, pero justo cuando se estrenó su película en 2005, conoció a François Bégaudeau, presentando entonces su novela Entre les murs.

Así dio con el molde que cubriría su proyecto: el libro, que contenía toda una serie de situaciones descritas durante un curso escolar y su autor, la persona perfecta para explicarlas. Nada más lejos de la realidad, y además de en guionista, él se convertiría en el profesor de una clase que no fue del todo ficticia, formada por veinticinco adolescentes que asistieron, durante un año, a un taller en el que fueron demostrando -y al parecer de manera sorprendente- todo lo que más tarde serían capaces de hacer. De la misma manera que los padres y profesores de la película, también pertenecen a la realidad del François Dolto, un instituto del distrito XX de París.



De cine experimental

Cada película, antes de ser, en su esencia, requiere un tratamiento determinado. Y lo que ocurre entre las paredes, exigía ser contado sin filtros. Esta obra apenas contó con el colador que siempre es indispensable en el momento de relatar, el que organiza la materia prima en las coordenadas básicas del tiempo y el espacio: quitando que el discurso -cuya historia transcurre en un año- se condense en 180 minutos, todos lo demás queda a la vista. Como apunta el director, "la idea era filmar la clase como un partido de tenis", por eso un tiro de cámara salta por el aula captando los movimientos, gestos y situaciones del instante y otro apunta al profesor, que da el dinamismo a los diálogos con los alumnos, a quienes irá acudiendo un tercer tiro según surja y de manera, a veces, improvisada. Las localizaciones son el interior del instituto. Cualquier escenario fuera de él hubiera supuesto un error narrativo crucial pues, La clase, representa un núcleo social de conflicto como lo serían el de una familia, una empresa o un país. Ecosistemas humanos tan básicos como problemáticos, cada uno de los cuales, en su extensión, se alimenta de una red infinitamente cruzada de emociones, que van atadas por los tantos nodos de las formas del poder y según los cuales orbitan los intereses concretos de sus individuos.



El arte de relatar es el arte de mirar con lupa



El profesor de lengua François, comenzará a trabajar con un grupo de adolescentes multicultural, complicado y bastante grande como para que lo abrumador de la primera secuencia en el aula, nos invite a identificarnos con él. Sobre todo por el rasgo más llamativo del tono que, desde el principio, nos hace cuestionarnos lo real de lo que estamos viendo, un clima en el que las más recientes generaciones, seguro se ven perfectamente reflejadas. La espontaneidad natural del trabajo de todos los actores crea una ambientación, que junto con la mirada realista de la cámara, la hace totalmente propia del documental. Tal es así que, mientras contemplamos, no paramos de preguntarnos si realmente se trata de esto o de pura ficción. Más adelante eso casi dejará de preocuparnos, pues ya estaremos sumergidos en la atmósfera de una verdadera película que, lejos de aburrir, nos atrapa y emociona. Querremos ser alumnos de François o ser François mismo, al admirar la manera con que esquiva los constantes obstáculos que sus alumnos le proponen, a veces conscientes, a veces desde la inocencia que toda persona menor de catorce años no ha debido perder todavía.

Alumnos que primero se preguntan por qué han de aprender con tanto detalle su lengua materna, pero que luego comenzarán a comprender la belleza de la herramienta que les ayudará a sacar a fuera lo que sienten y, sobre todo, de una manera que nadie antes les había propuesto. Souleymane, el que en apariencia es el típico chico conflictivo que se sienta al fondo de la clase, encuentra, gracias a su profesor, una manera de expresarse con validez a través de sus fotografías, en un ejercicio que todos deben de esforzarse en concebir: el de retratarse a sí mismos a través de un breve texto. En este contexto es pertinente recordar esa preciosa escena en la que, en un plano fijo y austero, se inserta el retrato de Carl, que enumera a pinceladas simmples y concisas, las cosas que le gustan y las que no. Un auténtico retrato. Souleyman y sus compañeros aprenden que no sólo tienen la posibilidad de expresarse con libertad, sino que las formas que puede tomar su expresión son más cercanas, diversas y gratificantes de lo que esperaban.

François les enseña el camino que abren el lenguaje y el respeto, pero de un modo que en seguida los espectadores empezarán a temer, al ver cómo se le escapa de las manos. Nos sentimos inevitablemente dentro. Esa manada de niños nos ha irritado y llenado de impotencia durante los primeros minutos del film, pero la paciencia de su maestro ha sabido darnos confianza, mostrándonos que los breves pasos de lo que siempre ha sido -y es- una lucha desconsiderada, dan a los demás lo que realmente necesitan y vemos que el fruto es tierno fácilmente, cuando hacía un rato nunca hubiéramos querido morderlo. Tras François haber alcanzado la aceptación empática con su clase, el nudo del relato se desarrollará desde la angustia y la impotencia. Esa impotencia visceral que todos sentimos cuando discutimos con alguien a quien queremos, cuando se enfadan con nosotros y creemos que se ha roto algo que no podremos arreglar con las palabras pues, aunque pensemos en ellas con entusiasmo, el lenguaje se materializa en una bruma que, a la vez que se esparce, se condensa. En la película el agobio nos abate y, como un personaje más, la emoción todavía no querrá rendirse. Cuando en verdad, hasta desearíamos que lo hiciera. Pero poco a poco las cosas van pasando y observamos que las estructuras que nos organizan, bajo las que debemos convivir, son más fuertes que uno sólo y en primer lugar por eso: porque uno no está nunca solo.


La vida es constante con nosotros y al final, de repente, siempre volvemos a vernos jugando un partido de futbol y riéndonos con los empujones que nos damos.

Con esta película, Laurent Cantet nos está regalando un pensamiento, que puede resultar catastrófico, a la vez que hermoso. Con lo agradecido de ser un mensaje que llega a través de los sentimientos. Para eso sirve el cine y por eso este es un gran trabajo. Y la enorme importancia que tiene este experimento está en lo universalizable de la raíz de su mensaje. Nos enseña que debemos ser buenos libremente, pero con la conciencia de que los errores –como el de François- deben servirnos para ser prudentes. 




* Y en estos tiempos que corren, en los que la primavera sólo parece una escusa económica y cuando todavía el poder funciona en el deseo de ser la flor más alta, antes que en el de pertenecer a la tierra que agarra a todas las flores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario