lunes, 7 de mayo de 2012

The Artist, Michel Hazanavicius (2011)


El mito

En plena era dos mil, cuando ya el todo vale está más que desbocado, llega una película que pretende romper esquemas. Dicho de otra forma: sobre una base de esquemas rotos, el hachazo creativo de Michel Hazanavicius, probablemente el largometraje más elogiado de 2011. El motivo de la fama debe de radicar en el hecho de ser la primera película muda por gusto y no por falta de medios.

Es cierto: hace ocho décadas que al cine llegó el sonido y se olvidó absolutamente de su yo anterior. Porque el mudo no se consideró otra manera de cine, sino que era lo que había mientras esperábamos salvarnos del modelo primitivo. Los errores de la historia cuando la tecnología la mueve: en este caso se dejó morir un modelo de representación, en el típico homicidio de refuerzo que la fe en el progreso concibe. Así ocurrió que el camino que tomó la gran pantalla era el que siempre había soñado, la empresa iba viento en popa, el dinero crecía como la espuma y sus estrellas eran dioses que llenaban las imágenes de diálogos parabólicos. Todo era redondo y las butacas estaban tan llenas de babas... Babas en los sofás, babas en los grandes almacenes. Las butacas del cine tenían ya tantas maneras de estar, las pantallas tantas formas de manifestarse, que el público era más que fácil. Y entonces el cine llamó a su viejo, en un antojo de sus más superficiales atributos.


Tan post, que ya ni moderno.

Estamos viviendo la era del retro o el vintage. El arte no parece llegar a valorarse como debiera y, sin embargo, las modas apuntan a una retoma de los mitos del rock y del cine, al blanco y negro, a los coches clásicos, al jazz. En nuestro país, el flamenco acaba de ser reconocido como Patrimonio de la Humanidad y esto es positivo. Pero las causas de este devenir seguramente no sean más que pura casualidad en la lógica del mercado y The Artist, es el producto perfecto.

El cine ha sido siempre el núcleo fundamental que desprende las partículas de las modas, pero nunca ha dejado de ir unida la forma del contenido. Sí, en las películas más meramente comerciales, el decorado, la acción y el atractivo son lo más importante. Pero hablamos de una película que ha sido nominada para seis Globos de Oro, ha ganado en mejor comedia musical, mejor banda sonora, se ha premiado a su protagonista como mejor actor de comedia musical, así como a mejor actor por Cannes. Ha sido nominada a  diez Oscars de los que se ha llevado nada más y nada menos que cinco. Un sinfín de premios y de elogios críticos continúan esta lista, pudiendo añadir los de un público sorprendido por la grandeza de una obra a la que anuncian como cine de verdad.

Nuestro referente al término cine puede ser el cartucho enrollado de una película, unos largos guantes perla, un bastón y un teatro en blanco y negro, pero que nos den con un canto en los dientes si, al menos esto, significa el reconocimiento del séptimo arte por el gran público. No es así.

En este sentido, esta película adquiere importancia por contarnos la pubertad del cine, a una generación que nunca estuvo allí  y más cuando, precisamente ahora, está heredando tantos objetos de esos abuelos suyos: polaroids y lomográficas, zapatos de claqué, labios rojos, discos de vinilo y camisas de seda sintética. Nos vemos cubiertos de nostalgia en un momento en el que al fin parece cierto que el futuro no existe

La idea que propone el film de explicar qué pasó, es buena. Y lo es aun más la construcción metadiscursiva que propone, en la cual tenemos una diégesis inserta en la principal: una película proyectada en un gran teatro, con una orquesta y un distinguido público a sus pies y, tras bambalinas, a sus responsables. Y todo confluye a un mismo ritmo, cine y vida. Vemos unas manos llevadas a la boca de unas señoritas finamente enguantadas y otros ojos saliéndose sobre los bigotes de sus señores. Cuánto humor, cuánta chispa y cuánto brilla la estrella, que acompañada de su perro a todas partes nos presenta, en la figura de Jean Dujardin, la sensualidad, el atractivo y el fanatismo platónico característico, que en seguida deja de serlo cuando Peppy Miller (Bérénice Bejo), consigue llamar su atención. Instantáneamente surge algo especial entre ellos y la hermosa joven pasa a ser la nueva estrella del sonoro, al cual su príncipe azul se niega acceder. Ese es el conflicto, un conflicto que lo fue de verdad en su momento y que se vio, para más inri, desafortunadamente afectado por el famoso crac del 29. Jean Dujardin representa a los detractores de aquella evolución tecnológica, que llegó en los años treinta y a la que el drama teatral procedente de las tablas, ya no le servía.

Pero la película, lejos de acercarnos a una explicación, nos termina alejando de ella, mostrándonos la querencia del cine mudo como un mero capricho y, el rechazo al sonoro, como una postura orgullosa vacía de sentido. Tal paternalismo, queda bien lejos de ese homenaje al mundo artístico del cine primitivo del que tanto se habla. Aunque es innegable que pudiera ser esa la intención. 


Hay planos que, aunque queden aislados en la simpleza, resultan originales. Y hay una preciosa escena en la que Peppy aterriza en el camerino de George y comienza a jugar con el frac que hay colgado en su percha. Cine mudo. Lo que lastima del conjunto es que está desnutrido de estilo. Cierto que se compone de una serie de alusiones a títulos emblemáticos, pero estos pierden su sentido dentro de una trama que se puede soplar y hacer desaparecer enseguida. 

Como obra carece de autor implícito y de mensaje real y, por otro lado, la actuación es un híbrido entre la teatralización de entonces y la especialización cinematográfica de después. Y parece que no queda otra que beberla a trompicones, en el líquido autosuficiente del culto a la imagen, que hoy ya está más que aprehendido. La contemporánea textura, a momentos se ve, más que sutilmente adornada, interrumpida de manera forzada en intentos de evocar el efecto del paso de manivela. Está claro que la intención no era hacer una película muda, sino demostrar la misma dentro de la idea de película actual. Pero lejos de conseguir la calidad de un coctel elaborado, resulta como la frialdad de una ensalada arrojada a la cara, desde un envase en compartimentos.


El puro del final

Estaría mal dejar de reconocer el merito del director, que consigue un discurso totalmente fácil prescindiendo, aunque no de la música, sí del diálogo, con un mínimo del recurso a los rótulos. Pero, ¿realmente es un mérito? Hay películas que apenas tienen diálogo y se entienden perfectamente y otras que, aunque estén llenas de ellos, estos sólo son simples rellenos que no pretenden más que eso y sumergir en la acción al espectador, distrayéndolo. Sobre todo es fácil teniendo en cuenta la guionización de The Artis, como un ejercicio de la clásica, a la que el público está ya más que hecho. Y nada menos nuevo que ese juego de roles en el que el hombre maravilloso que, capaz de ser mujeriego y sensato al mismo tiempo, tiene que enfrentarse a la clásica mujer débil, hueca e, incluso, algo frívola. Sin méritos ni originalidad, es lo más previsible que pueda verse. 

Exceptuando el momento de la pesadilla, en el que el protagonista ve lo que está a punto de ocurrir – como su voz se pierde y comienza a escuchar  el sonido de las cosas amenazándole-, es completamente una demo, una idea inicial que no ha sido desarrollada. O como si lo más importante no fuera el guion, porque desde el principio ya estuviera clara cual iba a ser la dicha de este artículo que, puesto en la estantería, no es más que una postal.

George Valentín llega a su anterior apartamento envuelto en la más dramática de las bandas sonoras – supuesto momento álgido en el último giro antes del The end- y encuentra una caja que lleva con él, muy despacio, hasta un sillón, manteniéndola cerrada unos segundos para crear un poco de expectación. Nunca una pistola ha sido tan parecida a cualquier cosa, sabiendo que el desenlace iba a quedarse en unos desencantadores pasos de claqué.

Al final a Valentín, el pobre romántico del mudo, alguien le ha robado el melodrama y ha quedado, ante los ojos del espectador, casi totalmente despersonalizado. Todo podía haberse perdonado si el secreto de la caja hubiera sido un puro, en su bolsillo hubiera habido un mechero y, en medio del humo, una reflexión obvia. Incluso con el sólo plano de la actriz corriendo hacia el apartamento, podríamos haber llegado a imaginar ese beso de películaEl beso de Peppy Miller y George Valentín. El beso del mudo y el sonoro.

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