Lo blanco
Del color que tiene la nieve o la leche. Es el color de la luz
solar, no descompuesta en los varios colores del espectro. Una cosa que, sin
ser blanca, tiene el color más claro que otras de la misma especie. Que ha
perdido el color de la cara a causa de una emoción fuerte, un susto o una
sorpresa. Cualidad de ser cortés. Tratamiento que daban los servidores o
esclavos a sus amos. Y objeto situado lejos, para ejercitarse en el tiro y
puntería, o bien para adiestrar la vista en medir distancias, y a veces para
graduar el alcance de las armas. Todo objeto sobre el cual se dispara un arma.
Hueco o intermedio entre dos cosas. Espacio que en los escritos se deja sin
llenar. Intermedio en la representación de obras dramáticas. Fin u objeto al
que se dirigen deseos o acciones. Moneda de plata. Ana.

A España, un lugar de cultura exótica y amplios paisajes
dorados, llega Ana, la joven institutriz inglesa, para encontrarse con la más
rara experiencia que haya tenido jamás. Al parecer, Ana ha viajado mucho. Tiene los
ojos abiertos y una calma provocadora de inmediata envidia. Envidia del
espectador y envidia de los habitantes de una casa aislada, enorme
y palaciega en la que, desde el primer momento, la calma habrá de soportar una
serie de estímulos escuetos y desordenados y sabrá hacerlo. Ana es un personaje
que se ofrece superficialmente neutro e inexpresivo, pero cuya belleza se
desborda caminando entre el paisaje. La melena oscura de Ana se ilumina con sus
ojos negros y se enganchan a ella los rayos de luz plateados, la piedra blanca
de los balcones y el dorado de los campos de aceite. Negro, plata y oro
blancos, con que se teje una red enérgica y cándida, elástica en los
movimientos de Ana, que llega de la obra a nuestra sensibilidad y de la protagonista
a nuestro foco.
El ejercicio trata de ofrecer un personaje claro sobre el que
colorear con los tonos contaminantes de otras realidades sociales, léase con
otros personajes. Ana será la oportunidad de haber elegido ser bueno, lo más
puro que cabe ser dentro de una civilización de la decadente Europa. Una
opción no contemplada por la mediocridad, el por qué no del intelecto marginal.
La seguridad, la fuerza, la valentía, la disposición, la libertad de espíritu.
El petróleo
A lo largo de esta narración polifónica, iremos
descubriendo cada ingrediente, nos adentraremos en una bruma inquietante que no
hará más que alejarnos de la comprensión. La medida en que el conflicto se hará
complejo, vendrá dada por la dificultad de los obstáculos que suponen los
actantes mismos, todos en oposición entre ellos y con el objeto. Alcanzaremos
la angustia del psiquiátrico casi a la par de empezar a encontrar una
respuesta, cuando ya ésta no tenga posibilidades. Tendremos prisa cuando el
tiempo se esté acabando, impotencia al ver consumirse el espacio. Todo será
progresivo en el descubrimiento autárquico, cuando el miedo se corrobore y Ana
sea como un jabón que se resbala por no caber en ninguna parte.
El primer color con el que la extranjera se encuentra es el del
autoritario José. Preguntas y gestos sobradamente impertinentes frente a los
que ella responde, en su sorpresa, con superior elegancia. En la cena, al
límite de una mesa cuadriculada y aristocrática, es presentada a la familia
completa por la esposa de José -ambos son los padres de las niñas-. Entonces
observamos a Fernando (Fernán Gómez), embobado ante la llegada de la joven,
hipnotizado por los atractivos cabellos largos que caen sobre la fragilidad de
su cuerpo. Juan se muestra en impasible timidez. La luz es tenue y se posa
sobre los rostros de los anfitriones, dejando el resto de la sala cubierta de
una sombra propia del clásico cine de terror. Pero hay algo que hace que esta
escena tenga un matiz cómico que deja en ridículo, frente al espectador, el
rococó de los presentes.
Ana empieza a recibir cartas de un extraño. No sabemos nada,
pero pensamos que probablemente algún pasado relacionado con la prostitución no
quiera dejarla en paz y que, incluso, sea el olor de esa intuición la razón por
la que los machos de la manada no le quitan el ojo de encima. Pero los
hermanos, pareciendo competir por un trozo de carne, le ayudan a dar con el
remitente. Es ahora cuando los tres empiezan a aparentar manejar unos hilos que
se enredarán en adelante, hasta el final, cuando nos habremos olvidado de esos
hilos que nunca estuvieron. No es el pobre loco de Fernando, ni es José, el
clásico machista al que Ana descubrirá, de hecho, jugando con sus amantes. Sino
Juan, anulado por su enferma timidez extraña. Parece que la trama ya presenta
un conflicto y ante éste, la protagonista se mostrará rápida e inteligente.
Primero se apoyará en la compañía de José, al que ayuda en el cuidado de su
colección de trajes y reliquias militares, hasta que se decepcione en un susto
y huya de él. Tratando de evitar al acosador de las cartas eróticas y empujada
por su inevitable afán de ayudar a esa familia agonizante, acudirá a Fernando,
pensando que ésta es la víctima que conoce la verdad. Sin darse cuenta, se verá
dentro de una situación en la que, hacía poco, sólo era visitante. El blanco
dentro del negro cavernícola. Se verá recurriendo al ejercicio espiritual de
éste hijo de España, que cree levitar desde una cueva de su campiña. Y de nuevo
huirá de temor.
Las niñas -la paz de Ana, las mujeres de la guerra-, acuden a
ella cuando encuentran una de sus muñecas arrojada al fango en medio del campo,
con el pelo cortado y envuelta en un saco. No hay pistas, pero el cerebro
expectante añade carbón a la máquina.
Entretanto, la mujer de José no nos dice nada: puede que sepa
mejor que nadie lo que ocurre en esa casa, o puede que simplemente se mantenga
en la sumisión, desde la comodidad más egoísta que le dan los lujos. Y la madre
de esas criaturas, que tampoco será el oasis de Ana, sino otra loca que, al
menos por su avanzada edad, podrá dejar cabida a la comprensión, cuando la
entendemos como el vértice y contenedor de todo el caos, como la tierra de esa
hierba, que ha dado y recibido desde el mismo error. La madre de los lobos se
nos parece a la esencia, quizás al porqué, hasta que finalmente no nos quede
más que darle el valor del peregrino de Dios, darle el valor de España, que se
refugia entre sus recuerdos, que con la mirada empañada de lágrimas, busca el
motivo de la desgracia, sin reparar en la idea del espejo.
Cara a la España cadavérica
Carlos Saura, como genialmente sabe hacer, pinta un lienzo de
colores, dejando el correlato objetivo a merced del, probablemente, más
personal e íntimo pincel del cine español.
Ana -la niña de Charlot- ha descubierto el horror. Ha conocido
el gen del caudillo, el del falso infiltrado, el del líder sectario. Se ha compadecido de las mujeres inocentes que
sufren encerradas en sus casas, aguantando cada minuto dictado. Se ha
encontrado con las lágrimas de los convocados por el cielo divino a la ceguera
de un pasado destruido y atemporal. Un pasado presente: el engaño y la dictadura regadores del monstruoso catetismo nacional.
Así pues, cuando no se hubo entendido a tiempo que no había nada
que entender, que la alienación del conjunto era el enemigo, que la solución
del jabón era secarse, a saber, afiliarse o morir, la película se acaba, con la
cara del cadáver del exiliado.
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