miércoles, 20 de junio de 2012

Ana y los lobos, Carlos Saura (1972)



Lo blanco

Del color que tiene la nieve o la leche. Es el color de la luz solar, no descompuesta en los varios colores del espectro. Una cosa que, sin ser blanca, tiene el color más claro que otras de la misma especie. Que ha perdido el color de la cara a causa de una emoción fuerte, un susto o una sorpresa. Cualidad de ser cortés. Tratamiento que daban los servidores o esclavos a sus amos. Y objeto situado lejos, para ejercitarse en el tiro y puntería, o bien para adiestrar la vista en medir distancias, y a veces para graduar el alcance de las armas. Todo objeto sobre el cual se dispara un arma. Hueco o intermedio entre dos cosas. Espacio que en los escritos se deja sin llenar. Intermedio en la representación de obras dramáticas. Fin u objeto al que se dirigen deseos o acciones. Moneda de plata. Ana.


La Real Academia Española misma, apoya a la semiótica de esta crítica al nacionalismo, cuya crudeza total se diluye con la luz. Una película nuclear en la historia de un país que ha criado, con la venda en los ojos, a un hijo ilusionado y visceral. Un hijo, un padre y un espíritu que se retroalimentan arqueados. Una familia de rumiantes donde las bocas se abren y cierran sin descanso, a veces para comer, a veces para babear. A veces para la queja, a veces a la oración. Una familia que, a vista de águila, es el cuadro de un enjambre podrido en que el sol descarga toda su energía.

A España, un lugar de cultura exótica y amplios paisajes dorados, llega Ana, la joven institutriz inglesa, para encontrarse con la más rara experiencia que haya tenido jamás. Al parecer, Ana ha viajado mucho. Tiene los ojos abiertos y una calma provocadora de inmediata envidia. Envidia del espectador y envidia de los habitantes de una casa aislada, enorme y palaciega en la que, desde el primer momento, la calma habrá de soportar una serie de estímulos escuetos y desordenados y sabrá hacerlo. Ana es un personaje que se ofrece superficialmente neutro e inexpresivo, pero cuya belleza se desborda caminando entre el paisaje. La melena oscura de Ana se ilumina con sus ojos negros y se enganchan a ella los rayos de luz plateados, la piedra blanca de los balcones y el dorado de los campos de aceite. Negro, plata y oro blancos, con que se teje una red enérgica y cándida, elástica en los movimientos de Ana, que llega de la obra a nuestra sensibilidad y de la protagonista a nuestro foco.

El ejercicio trata de ofrecer un personaje claro sobre el que colorear con los tonos contaminantes de otras realidades sociales, léase con otros personajes. Ana será la oportunidad de haber elegido ser bueno, lo más puro que cabe ser dentro de una civilización de la decadente Europa. Una opción no contemplada por la mediocridad, el por qué no del intelecto marginal. La seguridad, la fuerza, la valentía, la disposición, la libertad de espíritu.



El petróleo

A lo largo de esta narración polifónica, iremos descubriendo cada ingrediente, nos adentraremos en una bruma inquietante que no hará más que alejarnos de la comprensión. La medida en que el conflicto se hará complejo, vendrá dada por la dificultad de los obstáculos que suponen los actantes mismos, todos en oposición entre ellos y con el objeto. Alcanzaremos la angustia del psiquiátrico casi a la par de empezar a encontrar una respuesta, cuando ya ésta no tenga posibilidades. Tendremos prisa cuando el tiempo se esté acabando, impotencia al ver consumirse el espacio. Todo será progresivo en el descubrimiento autárquico, cuando el miedo se corrobore y Ana sea como un jabón que se resbala por no caber en ninguna parte.

El primer color con el que la extranjera se encuentra es el del autoritario José. Preguntas y gestos sobradamente impertinentes frente a los que ella responde, en su sorpresa, con superior elegancia. En la cena, al límite de una mesa cuadriculada y aristocrática, es presentada a la familia completa por la esposa de José -ambos son los padres de las niñas-. Entonces observamos a Fernando (Fernán Gómez), embobado ante la llegada de la joven, hipnotizado por los atractivos cabellos largos que caen sobre la fragilidad de su cuerpo. Juan se muestra en impasible timidez. La luz es tenue y se posa sobre los rostros de los anfitriones, dejando el resto de la sala cubierta de una sombra propia del clásico cine de terror. Pero hay algo que hace que esta escena tenga un matiz cómico que deja en ridículo, frente al espectador, el rococó de los presentes.

Ana empieza a recibir cartas de un extraño. No sabemos nada, pero pensamos que probablemente algún pasado relacionado con la prostitución no quiera dejarla en paz y que, incluso, sea el olor de esa intuición la razón por la que los machos de la manada no le quitan el ojo de encima. Pero los hermanos, pareciendo competir por un trozo de carne, le ayudan a dar con el remitente. Es ahora cuando los tres empiezan a aparentar manejar unos hilos que se enredarán en adelante, hasta el final, cuando nos habremos olvidado de esos hilos que nunca estuvieron. No es el pobre loco de Fernando, ni es José, el clásico machista al que Ana descubrirá, de hecho, jugando con sus amantes. Sino Juan, anulado por su enferma timidez extraña. Parece que la trama ya presenta un conflicto y ante éste, la protagonista se mostrará rápida e inteligente. Primero se apoyará en la compañía de José, al que ayuda en el cuidado de su colección de trajes y reliquias militares, hasta que se decepcione en un susto y huya de él. Tratando de evitar al acosador de las cartas eróticas y empujada por su inevitable afán de ayudar a esa familia agonizante, acudirá a Fernando, pensando que ésta es la víctima que conoce la verdad. Sin darse cuenta, se verá dentro de una situación en la que, hacía poco, sólo era visitante. El blanco dentro del negro cavernícola. Se verá recurriendo al ejercicio espiritual de éste hijo de España, que cree levitar desde una cueva de su campiña. Y de nuevo huirá de temor.

Las niñas -la paz de Ana, las mujeres de la guerra-, acuden a ella cuando encuentran una de sus muñecas arrojada al fango en medio del campo, con el pelo cortado y envuelta en un saco. No hay pistas, pero el cerebro expectante añade carbón a la máquina.

Entretanto, la mujer de José no nos dice nada: puede que sepa mejor que nadie lo que ocurre en esa casa, o puede que simplemente se mantenga en la sumisión, desde la comodidad más egoísta que le dan los lujos. Y la madre de esas criaturas, que tampoco será el oasis de Ana, sino otra loca que, al menos por su avanzada edad, podrá dejar cabida a la comprensión, cuando la entendemos como el vértice y contenedor de todo el caos, como la tierra de esa hierba, que ha dado y recibido desde el mismo error. La madre de los lobos se nos parece a la esencia, quizás al porqué, hasta que finalmente no nos quede más que darle el valor del peregrino de Dios, darle el valor de España, que se refugia entre sus recuerdos, que con la mirada empañada de lágrimas, busca el motivo de la desgracia, sin reparar en la idea del espejo.


Cara a la España cadavérica














Carlos Saura, como genialmente sabe hacer, pinta un lienzo de colores, dejando el correlato objetivo a merced del, probablemente, más personal e íntimo pincel del cine español.

Ana -la niña de Charlot- ha descubierto el horror. Ha conocido el gen del caudillo, el del falso infiltrado, el del líder sectario. Se ha  compadecido de las mujeres inocentes que sufren encerradas en sus casas, aguantando cada minuto dictado. Se ha encontrado con las lágrimas de los convocados por el cielo divino a la ceguera de un pasado destruido y atemporal. Un pasado presente: el engaño y la dictadura regadores del monstruoso catetismo nacional.

Así pues, cuando no se hubo entendido a tiempo que no había nada que entender, que la alienación del conjunto era el enemigo, que la solución del jabón era secarse, a saber, afiliarse o morir, la película se acaba, con la cara del cadáver del exiliado.

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