sábado, 23 de junio de 2012

Twixt, Francis Ford Copola (2011)



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Once upon a time en un pueblo estadounidense, unos preciosos planos fijos de decadentes objetos se encadenan al tétrico y suave ritmo de la música. Entonces, por las pequeñas casitas coloridas y solitarias en las calles, un traveling, perfecto como un país, promete un tono estético que no se cumplirá.

El escritor Hall Baltimore llega a esta pequeña villa, en la que no parece que vaya a encontrar un sólo cliente aficionado a sus novelas. Pero en el rincón-librería de la tienda de variedades en la que se encuentra,  mientras aguanta paciente la amenaza del hastío profesional, el sheriff Bobby LeGrang se le presenta entusiasmado para comprar uno de sus ejemplares y hasta para transmitirle el deseo de que éste sea autografiado. A parte de un gran admirador, el sheriff resulta ser un apasionado activo de la literatura de terror, que, en su empeño por que ambos compartan un nuevo proyecto, tentará al escritor con la oferta de abrirle las puertas a los secretos más legendarios y terroríficos del pueblo. Un pueblo en el que todo individuo desea estar solo, donde los establecimientos se ven vacíos y no hay nadie por las calles y que, al otro lado del lago, guarda un asentamiento gótico, cuyos jóvenes son conocidos como endemoniados vampiros. Principalmente en ellos y en unos toques de buen humor añadidos en su perfecta medida, se encuentra el ingrediente que hace que la película sea, en un modo, surrealista. Que la misma, como hecho en sí, también lo sea, es otra cuestión.

No contento con el apellido de su protagonista, Coppola decide que éste se hospede en el mismo hostal donde, en tiempos románticos, ya lo hizo Edgar Allan Poe. Es entonces, mientras el bohemio Baltimore realiza una video-llamada con su esposa -que espera enfadada desde casa una señal económica de la editorial- cuando el montaje empieza a dispararse y una serie de planos inconexos, meramente estéticos, se suceden desamparados de cualquier justificación narrativa.

Las postproducción digital puede dar lugar a imágenes bellísimas, como en la que los espíritus de los niños asesinados salen a jugar al porche, una escena que atrapa profundamente en los movimientos, en la música, en la caracterización. Pero el recibidor y el personal del hostal se convierten en la portada de un best seller actual de pasta dura y en sueños, Hall Baltimore conoce a una niña fantástica, que se convertirá en la figura homónima de su hija, fallecida recientemente en un accidente en la costa. La realidad y la ficción comienzan esa pretensión de fusión que, más tarde, no habrá conseguido reparar los grumos del batido.

Todo se ha ido mostrando desde la desconfianza que provoca un paraje desconocido y tétrico, hasta una verosimilitud especial. Una verosimilitud que, lejos de alcanzar la organicidad de un mundo maravilloso, queda demasiado abierta para que el espectador llegue a formar parte de ella. Éste, en cambio, queda subordinado a la misma para aceptar lo que sea, de donde quiera que venga. Algo no termina de decidirse entre la fantasía y la maravilla y este juego podría haber sido un sabor novedoso por parte de Coppola, pero queda escondido entre los sustos que recibe el güisqui de la purpurina.

Lejos del cinismo, late la duda de si con el título de la película -Twixt, que en inglés antiguo significa “entre”- se pretende alguna forma de declaración de intenciones.

El relato, basado en un escrito del propio director, se resuelve final y rápidamente, en el alcance del objeto del relato marco: la novela terminada exitosamente con el beneplácito del editor. El abismo de la diégesis se habrá resuelto por sí sólo, en un abordaje violento al escritor y a su realidad, falto de hilos explicativos, sobrado de sangre y emociones estéticas -no faltas éstas de público objetivo-. Y todo gracias al gran Edgar (Allan Poe) que, en los sueños de Baltimore –el personaje-, ha acompañado a éste en una tarea academicista de la escritura del drama gótico, bebiendo güisqui juntos en blanco y negro. Pero en un blanco y negro hipermoderno, de nuevo manchado de saturados rojos artificiales, y en una –otra más- estética de pretensiones evocadoras del cine de Méliès.


La factura del tiempo en la era del exceso

Parece ser que la última de Cóppola, trata de un espejismo íntimo en el que el autor se descubre a sí mismo. Realmente el ejercicio que observamos en los sueños y los divagues que hay entre los planos del sueño, la conciencia y la inconsciencia de Hall Baltimore, son una transcripción de la manera en la que el director ideó esta película. Y no sólo eso, sino que el drama de la muerte de su hija, también es algo así como el calco de una experiencia trágica real. Según sus palabras, Coppola se dio cuenta de que su película le estaba hablando de su propia vida, a medida que ésta se desarrollaba dentro de su imaginario.

Twixt es una producción de Zoetrope Studios, productora que fue creada, junto con George Lucas, por el mismo Francis Ford Coppola en 1969, trece años antes de aquel genial experimento con el que dichos estudios quedaron arruinados. La pasión y la fe en la belleza fílmica de Coppola, dieron vida a esta película, que acabó con su propia madre: una numerosa familia experimental afincada en pleno Hollywood. Pero lejos queda aquella pureza juvenil del cine, en la que la electrónica y la fotografía se quisieron dar la mano y alcanzaron la sensibilidad retiniana de muchos espectadores, con la exquisitez artesanal de la escenografía y de los colores. Twixt utiliza las dimensiones 2 y 3D de manera intercalada, pues, según su autor, el uso que se está haciendo hoy en día de la nueva técnica, resulta excesivo y cansa a la vista. A propósito del 3D, en las salas no se repartieron las habituales gafas, imprescindibles para el visionado, sino que éstas formaban parte de una atractiva sinergia mercantil, al acoplarse a una careta con el rostro del Allan Poe coppoliano.

Es cierto que las películas de Francis Ford Coppola han adquirido el valor de hitos con razón suficiente, pero quizá esto se deba más a la capacidad y los deseos de adaptación del director, entre los devenires tecnológicos y las posibilidades estéticas de cada momento y a la emoción que con ello han adquirido sus producciones junto con el poder de alcance de público que tienen sus historias. Pero esta vez, el resultado del trabajo, no termina de encontrar una posibilidad de amparo ni en el guion clásico, ni en el aprovechamiento de la tecnología digital y se pierde en un acto satisfactor de consumo, nutriente de una moda adolescente brutalmente masiva.

Parece que Coppola haya regresado a su infancia justo en el principio del final de su carrera. Siendo uno de los más grandes directores del siglo XX y de la historia, ha resbalado en el exceso tecnológico y sensacional dominante en el que nos ahogamos hoy a una velocidad, ya no vertiginosa, sino imperceptible. Imperceptible por una sociedad cegada de transigencia, dentro de la cual, Coppola, se muestra como un abuelo regalando a su nieta la saga de Crepúsculo y disfrutándola él aun más que ella, mientras olvida con esto las posibilidades de un Apocalypse Now o los consejos de El Padrino, corriendo un tupido velo sobre las jugadas del “sueño americano”.


jueves, 21 de junio de 2012

Adaptation. El ladrón de orquídeas, Spike Jonze (2002)

La polinización encadenada de las flores.


Nadie debería quitarle el mérito a Spike Jonze, del mismo modo que nadie debería poner en duda el trabajo de Michel Gondry. Cerebritos intocables, capaces de dirigir las laberínticas películas de Charlie Kaufman.


Introducción:

Detrás de toda literatura siempre hay un escritor, pero él está detrás, arriba, abajo y delante. Kaufman es su guión cuando se arranca un trozo de carne de un bocado y nos muestra lo que hay dentro. El mecanismo, la maravilla de la verdad de la entraña del creador. Y entonces, no hay nada que decirle, ni siquiera acompañarle podemos, porque él nos lleva. Nos invita y, si aceptamos, nos arrastra. Habiendo viajado a través de la infinidad de capas que tiene cualquiera de sus matrioskas, es imposible volver. Como esa sensación que nos rapta en un callejón entre el sueño y la vigilia, cuando el pensamiento se nos acelera en teorías cruzadas que parecen claras un momento pero que son, muy a nuestro pesar, imposibles de reconstruir un instante después, por sencillas que parecieran en algún segundo ya remoto. Los complejos esquemas de Charlie Kaufman se deshacen por el camino, pero cada una de las alegorías representada en sus rincones y todas las subcategorías alegóricas que unen las mismas entre sí y con lo demás, tienen sentido en el abismo de su pensamiento en el cual, Kaufman, a parte de ser genial en la caída, es capaz de hacerlo guión y salir vivo de ello.

Un escritor es un ser hipocondríaco y sensible. Y probablemente, ya sea al derecho o al revés, ambas cosas mantengan una relación de causa y efecto. Cualquier escritor tiene dos opciones: hablar o callar. Y está clara la opción que supone la transparencia de un desnudo. Y está claro lo que significa dicha desnudez. A parte de mantener su nombre en el protagonista, en Adaptatión, más que nunca, Charlie Kaufman se regala.


Nudo:

Charlie se encuentra abrumado por la responsabilidad que supone la transcripción de unas palabras admiradas y puede que sea esa la causa de la sencillez de esta película frente a las demás. Cuando cierto uso de la libertad de expresión nos transmite un desgarre de autenticidad, el sombrero sólo se retira. Puede que haya expresiones que, para el que las admira, alcancen lo sublime de una manera tan absoluta que hacen que aquél les otorgue un halo de protección extraordinario. Puede que esto no pase a menudo. Puede que a algunos no llegue a pasarnos nunca: sentir una pasión hacia algo concreto. La devoción de John Laroche(Chris Cooper) por las orquídeas aturde tanto a Susan Orlean (Meryl Streep), que ésta se esfuerza por encontrar el sentido de su vida, en el mismo mundo en que su amigo encontró el propio accidentalmente. El ensimismamiento que la escritora tiene sobre Laroche es tal, que a través de un libro es capaz de transmitir la pasión de éste a Charlie Kaufman. ¿Ha cumplido su labor como escritora y aun no sabe donde se esconde el sentido de su vida? Así es. Y Susan se autodestruye por torpeza.

El guionista ha comprendido el significado de las flores. La pureza. Un fenómeno de verdad absoluta, una belleza redonda que se encuentra en cualquier parte y a la que nadie ha prestado atención. Un infinito. Por eso no puede hacer cualquier historia. No quiere convertir las flores en planos y personajes y secuencias. Y aquí -el verdadero Kaufman- introduce un encuentro con Robert Mckee, el autor de ese famoso manual -"El guión"-. Encuentro que muestra el culmen de su autoaceptación personal, con justifícadisima arrogancia y gallardía. Un momento grande, que deja airoso hasta al más apático espectador.


Y desenlace:

Sin encontrar la manera de adaptar la simbiosis sucedida entre Susan, John y las orquídeas en un contrato cinematográfico, justo antes de rendirse descubre que lo ocurrido con las flores es una cadena y que, si Susan contó la historia de su vivencia con Laroche, él contará la que tuvo con El ladrón de orquídeas.

A pesar de su maravillosa aptitud -también en este filme- para versar sobre el amor, tal vez éste no sea el gran trabajo del cineasta Charlie Kaufman. Tal vez no haya obra maestra posible, mayor que en la poética de Synecdoche New York. Esta vez la narrativa no deja tanta libertad a la interpretación, dentro de un marco de comprensibilidad más neutro de lo habitual. Esta vez la anacronía es sencilla y su recurrente uso del desdoblamiento de las personalidades es tratado de una manera preciosa, que resuelve el conflicto freudiano de la reflexión personal, en la relación con un hermano gemelo ficticio, al que bautiza como Donald Kaufman. Así que tenemos a doble ración de Nicolas Cage. Donald representa su parte normal en todos los sentidos: el adaptado, el que se relaciona con las mujeres, el que es capaz de vivir en el mecanismo empresarial y sabe lo que quiere el mercado, el que tiene la efectividad de las ideas vulgares y le ayuda a colocar la estructura de la exacerbada peripecia de sus guiones. "¿Cómo hacer que un mismo personaje esté a la vez en dos sitios distintos y que esto sea verosímil?" -le pregunta Charlie a Donald, una noche en la que comentan sobre sus trabajos-.

Una cosa es defenderse con inevitable sarcasmo ante el gran Mckee y otra muy distinta ver morir a tu hermano que te dice: "tú eres lo que amas, no lo que te ama" y seguir adelante. Echar de menos y sentir la plenitud, es un paraje universal.

Cuando un trabajo al fin se aparece ante un escritor, el escritor se acepta a sí mismo. Cuando el trabajo está escrito, se sabe y se piensa "Carajo, es narración. A McKee no le gustaría. ¿Cómo puedo mostrar sus pensamientos? No sé. ¿Qué importa lo que diga McKee? Siento que está bien. Es concluyente."



* La persona responsable de este texto, probablemente esta noche no pueda dormir soñando que se encuentra en mitad de una charca de niebla y cocodrilos donde, un guionista loco, le persigue con una escopeta.


(IMAGINE ME AND YOU. I DO.)
ADAPTATION, Best Time lapse scene ever seen - YouTube

miércoles, 20 de junio de 2012

Ana y los lobos, Carlos Saura (1972)



Lo blanco

Del color que tiene la nieve o la leche. Es el color de la luz solar, no descompuesta en los varios colores del espectro. Una cosa que, sin ser blanca, tiene el color más claro que otras de la misma especie. Que ha perdido el color de la cara a causa de una emoción fuerte, un susto o una sorpresa. Cualidad de ser cortés. Tratamiento que daban los servidores o esclavos a sus amos. Y objeto situado lejos, para ejercitarse en el tiro y puntería, o bien para adiestrar la vista en medir distancias, y a veces para graduar el alcance de las armas. Todo objeto sobre el cual se dispara un arma. Hueco o intermedio entre dos cosas. Espacio que en los escritos se deja sin llenar. Intermedio en la representación de obras dramáticas. Fin u objeto al que se dirigen deseos o acciones. Moneda de plata. Ana.


La Real Academia Española misma, apoya a la semiótica de esta crítica al nacionalismo, cuya crudeza total se diluye con la luz. Una película nuclear en la historia de un país que ha criado, con la venda en los ojos, a un hijo ilusionado y visceral. Un hijo, un padre y un espíritu que se retroalimentan arqueados. Una familia de rumiantes donde las bocas se abren y cierran sin descanso, a veces para comer, a veces para babear. A veces para la queja, a veces a la oración. Una familia que, a vista de águila, es el cuadro de un enjambre podrido en que el sol descarga toda su energía.

A España, un lugar de cultura exótica y amplios paisajes dorados, llega Ana, la joven institutriz inglesa, para encontrarse con la más rara experiencia que haya tenido jamás. Al parecer, Ana ha viajado mucho. Tiene los ojos abiertos y una calma provocadora de inmediata envidia. Envidia del espectador y envidia de los habitantes de una casa aislada, enorme y palaciega en la que, desde el primer momento, la calma habrá de soportar una serie de estímulos escuetos y desordenados y sabrá hacerlo. Ana es un personaje que se ofrece superficialmente neutro e inexpresivo, pero cuya belleza se desborda caminando entre el paisaje. La melena oscura de Ana se ilumina con sus ojos negros y se enganchan a ella los rayos de luz plateados, la piedra blanca de los balcones y el dorado de los campos de aceite. Negro, plata y oro blancos, con que se teje una red enérgica y cándida, elástica en los movimientos de Ana, que llega de la obra a nuestra sensibilidad y de la protagonista a nuestro foco.

El ejercicio trata de ofrecer un personaje claro sobre el que colorear con los tonos contaminantes de otras realidades sociales, léase con otros personajes. Ana será la oportunidad de haber elegido ser bueno, lo más puro que cabe ser dentro de una civilización de la decadente Europa. Una opción no contemplada por la mediocridad, el por qué no del intelecto marginal. La seguridad, la fuerza, la valentía, la disposición, la libertad de espíritu.



El petróleo

A lo largo de esta narración polifónica, iremos descubriendo cada ingrediente, nos adentraremos en una bruma inquietante que no hará más que alejarnos de la comprensión. La medida en que el conflicto se hará complejo, vendrá dada por la dificultad de los obstáculos que suponen los actantes mismos, todos en oposición entre ellos y con el objeto. Alcanzaremos la angustia del psiquiátrico casi a la par de empezar a encontrar una respuesta, cuando ya ésta no tenga posibilidades. Tendremos prisa cuando el tiempo se esté acabando, impotencia al ver consumirse el espacio. Todo será progresivo en el descubrimiento autárquico, cuando el miedo se corrobore y Ana sea como un jabón que se resbala por no caber en ninguna parte.

El primer color con el que la extranjera se encuentra es el del autoritario José. Preguntas y gestos sobradamente impertinentes frente a los que ella responde, en su sorpresa, con superior elegancia. En la cena, al límite de una mesa cuadriculada y aristocrática, es presentada a la familia completa por la esposa de José -ambos son los padres de las niñas-. Entonces observamos a Fernando (Fernán Gómez), embobado ante la llegada de la joven, hipnotizado por los atractivos cabellos largos que caen sobre la fragilidad de su cuerpo. Juan se muestra en impasible timidez. La luz es tenue y se posa sobre los rostros de los anfitriones, dejando el resto de la sala cubierta de una sombra propia del clásico cine de terror. Pero hay algo que hace que esta escena tenga un matiz cómico que deja en ridículo, frente al espectador, el rococó de los presentes.

Ana empieza a recibir cartas de un extraño. No sabemos nada, pero pensamos que probablemente algún pasado relacionado con la prostitución no quiera dejarla en paz y que, incluso, sea el olor de esa intuición la razón por la que los machos de la manada no le quitan el ojo de encima. Pero los hermanos, pareciendo competir por un trozo de carne, le ayudan a dar con el remitente. Es ahora cuando los tres empiezan a aparentar manejar unos hilos que se enredarán en adelante, hasta el final, cuando nos habremos olvidado de esos hilos que nunca estuvieron. No es el pobre loco de Fernando, ni es José, el clásico machista al que Ana descubrirá, de hecho, jugando con sus amantes. Sino Juan, anulado por su enferma timidez extraña. Parece que la trama ya presenta un conflicto y ante éste, la protagonista se mostrará rápida e inteligente. Primero se apoyará en la compañía de José, al que ayuda en el cuidado de su colección de trajes y reliquias militares, hasta que se decepcione en un susto y huya de él. Tratando de evitar al acosador de las cartas eróticas y empujada por su inevitable afán de ayudar a esa familia agonizante, acudirá a Fernando, pensando que ésta es la víctima que conoce la verdad. Sin darse cuenta, se verá dentro de una situación en la que, hacía poco, sólo era visitante. El blanco dentro del negro cavernícola. Se verá recurriendo al ejercicio espiritual de éste hijo de España, que cree levitar desde una cueva de su campiña. Y de nuevo huirá de temor.

Las niñas -la paz de Ana, las mujeres de la guerra-, acuden a ella cuando encuentran una de sus muñecas arrojada al fango en medio del campo, con el pelo cortado y envuelta en un saco. No hay pistas, pero el cerebro expectante añade carbón a la máquina.

Entretanto, la mujer de José no nos dice nada: puede que sepa mejor que nadie lo que ocurre en esa casa, o puede que simplemente se mantenga en la sumisión, desde la comodidad más egoísta que le dan los lujos. Y la madre de esas criaturas, que tampoco será el oasis de Ana, sino otra loca que, al menos por su avanzada edad, podrá dejar cabida a la comprensión, cuando la entendemos como el vértice y contenedor de todo el caos, como la tierra de esa hierba, que ha dado y recibido desde el mismo error. La madre de los lobos se nos parece a la esencia, quizás al porqué, hasta que finalmente no nos quede más que darle el valor del peregrino de Dios, darle el valor de España, que se refugia entre sus recuerdos, que con la mirada empañada de lágrimas, busca el motivo de la desgracia, sin reparar en la idea del espejo.


Cara a la España cadavérica














Carlos Saura, como genialmente sabe hacer, pinta un lienzo de colores, dejando el correlato objetivo a merced del, probablemente, más personal e íntimo pincel del cine español.

Ana -la niña de Charlot- ha descubierto el horror. Ha conocido el gen del caudillo, el del falso infiltrado, el del líder sectario. Se ha  compadecido de las mujeres inocentes que sufren encerradas en sus casas, aguantando cada minuto dictado. Se ha encontrado con las lágrimas de los convocados por el cielo divino a la ceguera de un pasado destruido y atemporal. Un pasado presente: el engaño y la dictadura regadores del monstruoso catetismo nacional.

Así pues, cuando no se hubo entendido a tiempo que no había nada que entender, que la alienación del conjunto era el enemigo, que la solución del jabón era secarse, a saber, afiliarse o morir, la película se acaba, con la cara del cadáver del exiliado.