miércoles, 16 de mayo de 2012

La trampa de la muerte, Sidney Lumet (1982)



Un combinado de intriga, thriller y comedia, donde los tres géneros se anulan  entre sí al mismo tiempo, haciendo resultar al conjunto, bastante cansado. Cine comercial no tiene por qué ser sinónimo de aburrimiento. Pero aquí, cuando el frío estatismo de un amplio salón está a punto de recordarnos a cualquier filme de Alfred Hitchcock, una rubia ridícula comienza a chillar haciendo al público sonrojarse, al intuir que debe de existir una intención de comedia en todo eso.

Comienza presentándose una trama. Una introducción en un teatro de Nueva York, del que el protagonista sale anunciándonos que algo tenía que ver con él aquella obra. Borracho, vuelve a una enorme casa en las afueras de la ciudad, donde una mujer de pretenciosa juventud, que parece ser su esposa, le espera histérica. Una histeria que poco a poco se nos irá antojando un mero capricho. Y así sus sentimientos, así los carácteres mismos, la estética y, al final, la película sola. Capricho.

Entonces no lo sabemos, pero habiendo la cámara entrado a la casa, nosotros habremos entrado ya en el teatro, estaremos sentados en nuestras butacas y, frente a nuestros ojos, tendremos un escenario  cinematografiado con puertas a ambos lados, por las cuales, aparecerán y desaparecerán los personajes a modo de comedia de situación. Eso sí -y éste es uno de los aspectos positivos-, los justos para que la trama funcione.



Hitchcock con sirope

Salvo la breve presentación y un par de visitas al exterior de la casa -paisaje gótico que sazona al ingrediente-miedo-, la única localización será el salón, con los complementarios del dormitorio y la cocina. En este contexto, se sitúa otro de los motivos de la planitud del resultado: la repetitiva insustancialidad de las conversaciones, traducidas en prolongados planos abiertos, contemplativos, muy largos, muy carentes de acción por si mismos. Hay una falta de lógica natural en esta manera de plantear las secuencias que, a pesar de deber de ser fruto del perfil de un director que nació en el mundo del espectáculo y creció bajo el mismo techo que el teatro, la tele y el cine, plantea una paradoja, un malentendido con el término innovar, una desproporción debida al descuido o a la falta de tiempo… ¿A qué tipo de público va dirigida esta película?: esa cámara subjetiva que pretende convertirse en la hipnosis del asesino, cuando Sidney argumenta el plan maligno a su esposa, movimiento que vuelve a utilizarse en el segundo acto, cuando Clifford trata de persuadir, de la misma manera, a su maestro. Este tipo de intervenciones estilísticas quedan aisladas en todo sentido y hacen que, por un lado aparente cierto destino telefilm y, por otro, un ínfimo desliz moderno. En definitiva, una triste sensación de esquema de cine enlatado, de suspense kitsch.

Y es que en 1982 acababan de dejarse atrás las vanguardias -que hacían al cine experimentar, conceptualmente, sobre sí mismo-, el movimiento hippie, la candidez naranja del imaginario de unas fotos de inocente analogía, al mismo tiempo que ya había llegado la nueva era de acción, de las superproducciones sobre la ciencia ficción. Ya, el suspense narrativo comenzaba a radicar en el impacto de los excesos, que nos encierran en el morbo más narcisista y que nos alejan de la calidad humana, alumbrando la intrascendencia estética que hoy nos gana la batalla que ella inventó. En los ochenta la moda cumple sus quince años y, con la pura intención de sentirse libre, se exacerba el maquillaje y se desfasa en su actitud. El tono, la forma y el contenido de la película se sustentan en este matiz, el de la superficialidad de la imagen que se desenvuelve en el mercado de los cuerpos y que da la capacidad de cometer asesinatos banales para alcanzar el sueño americano. Y, a la vez, todo envuelto en los movimientos sensuales que portan la seguridad del cine clásico.

Queda la curiosidad de saber si había alguna intención más allá por parte de Lumet, que coge la obra literaria La trampa, de Ira Levin, y la pasa a formato cinematográfico. La idea es buena y, el resultado de la misma, se compensa con la ilusión amarillista de ver a un joven y fuerte  Cristopher Reeve en acción, el cual, encima, hace el papel de homosexual. ‘Resultará sensacional ver a éste y a Michael Caine enrollados y queriéndose matar el uno al otro’. Pero ni esto acaba con la ansiosa espera del espectador, que seguirá aun diciendo, a cinco minutos del final: “que empiece la chispa, por favor”.

miércoles, 9 de mayo de 2012

La clase, Laurent Cantet (2007)


Una concepción dialéctica

Antes de rodar Hacia el sur, Laurent Cantet ya había pensado hacer una película sobre la vida en un instituto, imaginando éste como un lugar que representa el microcosmos perfecto. Y así es como se entiende a La Clase, un pedazo de realidad extrapolable a cualquier nivel social. Para darle el matiz documental que requería la idea, pensó en pasar una temporada dentro de un centro observandolo, pero justo cuando se estrenó su película en 2005, conoció a François Bégaudeau, presentando entonces su novela Entre les murs.

Así dio con el molde que cubriría su proyecto: el libro, que contenía toda una serie de situaciones descritas durante un curso escolar y su autor, la persona perfecta para explicarlas. Nada más lejos de la realidad, y además de en guionista, él se convertiría en el profesor de una clase que no fue del todo ficticia, formada por veinticinco adolescentes que asistieron, durante un año, a un taller en el que fueron demostrando -y al parecer de manera sorprendente- todo lo que más tarde serían capaces de hacer. De la misma manera que los padres y profesores de la película, también pertenecen a la realidad del François Dolto, un instituto del distrito XX de París.



De cine experimental

Cada película, antes de ser, en su esencia, requiere un tratamiento determinado. Y lo que ocurre entre las paredes, exigía ser contado sin filtros. Esta obra apenas contó con el colador que siempre es indispensable en el momento de relatar, el que organiza la materia prima en las coordenadas básicas del tiempo y el espacio: quitando que el discurso -cuya historia transcurre en un año- se condense en 180 minutos, todos lo demás queda a la vista. Como apunta el director, "la idea era filmar la clase como un partido de tenis", por eso un tiro de cámara salta por el aula captando los movimientos, gestos y situaciones del instante y otro apunta al profesor, que da el dinamismo a los diálogos con los alumnos, a quienes irá acudiendo un tercer tiro según surja y de manera, a veces, improvisada. Las localizaciones son el interior del instituto. Cualquier escenario fuera de él hubiera supuesto un error narrativo crucial pues, La clase, representa un núcleo social de conflicto como lo serían el de una familia, una empresa o un país. Ecosistemas humanos tan básicos como problemáticos, cada uno de los cuales, en su extensión, se alimenta de una red infinitamente cruzada de emociones, que van atadas por los tantos nodos de las formas del poder y según los cuales orbitan los intereses concretos de sus individuos.



El arte de relatar es el arte de mirar con lupa



El profesor de lengua François, comenzará a trabajar con un grupo de adolescentes multicultural, complicado y bastante grande como para que lo abrumador de la primera secuencia en el aula, nos invite a identificarnos con él. Sobre todo por el rasgo más llamativo del tono que, desde el principio, nos hace cuestionarnos lo real de lo que estamos viendo, un clima en el que las más recientes generaciones, seguro se ven perfectamente reflejadas. La espontaneidad natural del trabajo de todos los actores crea una ambientación, que junto con la mirada realista de la cámara, la hace totalmente propia del documental. Tal es así que, mientras contemplamos, no paramos de preguntarnos si realmente se trata de esto o de pura ficción. Más adelante eso casi dejará de preocuparnos, pues ya estaremos sumergidos en la atmósfera de una verdadera película que, lejos de aburrir, nos atrapa y emociona. Querremos ser alumnos de François o ser François mismo, al admirar la manera con que esquiva los constantes obstáculos que sus alumnos le proponen, a veces conscientes, a veces desde la inocencia que toda persona menor de catorce años no ha debido perder todavía.

Alumnos que primero se preguntan por qué han de aprender con tanto detalle su lengua materna, pero que luego comenzarán a comprender la belleza de la herramienta que les ayudará a sacar a fuera lo que sienten y, sobre todo, de una manera que nadie antes les había propuesto. Souleymane, el que en apariencia es el típico chico conflictivo que se sienta al fondo de la clase, encuentra, gracias a su profesor, una manera de expresarse con validez a través de sus fotografías, en un ejercicio que todos deben de esforzarse en concebir: el de retratarse a sí mismos a través de un breve texto. En este contexto es pertinente recordar esa preciosa escena en la que, en un plano fijo y austero, se inserta el retrato de Carl, que enumera a pinceladas simmples y concisas, las cosas que le gustan y las que no. Un auténtico retrato. Souleyman y sus compañeros aprenden que no sólo tienen la posibilidad de expresarse con libertad, sino que las formas que puede tomar su expresión son más cercanas, diversas y gratificantes de lo que esperaban.

François les enseña el camino que abren el lenguaje y el respeto, pero de un modo que en seguida los espectadores empezarán a temer, al ver cómo se le escapa de las manos. Nos sentimos inevitablemente dentro. Esa manada de niños nos ha irritado y llenado de impotencia durante los primeros minutos del film, pero la paciencia de su maestro ha sabido darnos confianza, mostrándonos que los breves pasos de lo que siempre ha sido -y es- una lucha desconsiderada, dan a los demás lo que realmente necesitan y vemos que el fruto es tierno fácilmente, cuando hacía un rato nunca hubiéramos querido morderlo. Tras François haber alcanzado la aceptación empática con su clase, el nudo del relato se desarrollará desde la angustia y la impotencia. Esa impotencia visceral que todos sentimos cuando discutimos con alguien a quien queremos, cuando se enfadan con nosotros y creemos que se ha roto algo que no podremos arreglar con las palabras pues, aunque pensemos en ellas con entusiasmo, el lenguaje se materializa en una bruma que, a la vez que se esparce, se condensa. En la película el agobio nos abate y, como un personaje más, la emoción todavía no querrá rendirse. Cuando en verdad, hasta desearíamos que lo hiciera. Pero poco a poco las cosas van pasando y observamos que las estructuras que nos organizan, bajo las que debemos convivir, son más fuertes que uno sólo y en primer lugar por eso: porque uno no está nunca solo.


La vida es constante con nosotros y al final, de repente, siempre volvemos a vernos jugando un partido de futbol y riéndonos con los empujones que nos damos.

Con esta película, Laurent Cantet nos está regalando un pensamiento, que puede resultar catastrófico, a la vez que hermoso. Con lo agradecido de ser un mensaje que llega a través de los sentimientos. Para eso sirve el cine y por eso este es un gran trabajo. Y la enorme importancia que tiene este experimento está en lo universalizable de la raíz de su mensaje. Nos enseña que debemos ser buenos libremente, pero con la conciencia de que los errores –como el de François- deben servirnos para ser prudentes. 




* Y en estos tiempos que corren, en los que la primavera sólo parece una escusa económica y cuando todavía el poder funciona en el deseo de ser la flor más alta, antes que en el de pertenecer a la tierra que agarra a todas las flores.

lunes, 7 de mayo de 2012

The Artist, Michel Hazanavicius (2011)


El mito

En plena era dos mil, cuando ya el todo vale está más que desbocado, llega una película que pretende romper esquemas. Dicho de otra forma: sobre una base de esquemas rotos, el hachazo creativo de Michel Hazanavicius, probablemente el largometraje más elogiado de 2011. El motivo de la fama debe de radicar en el hecho de ser la primera película muda por gusto y no por falta de medios.

Es cierto: hace ocho décadas que al cine llegó el sonido y se olvidó absolutamente de su yo anterior. Porque el mudo no se consideró otra manera de cine, sino que era lo que había mientras esperábamos salvarnos del modelo primitivo. Los errores de la historia cuando la tecnología la mueve: en este caso se dejó morir un modelo de representación, en el típico homicidio de refuerzo que la fe en el progreso concibe. Así ocurrió que el camino que tomó la gran pantalla era el que siempre había soñado, la empresa iba viento en popa, el dinero crecía como la espuma y sus estrellas eran dioses que llenaban las imágenes de diálogos parabólicos. Todo era redondo y las butacas estaban tan llenas de babas... Babas en los sofás, babas en los grandes almacenes. Las butacas del cine tenían ya tantas maneras de estar, las pantallas tantas formas de manifestarse, que el público era más que fácil. Y entonces el cine llamó a su viejo, en un antojo de sus más superficiales atributos.


Tan post, que ya ni moderno.

Estamos viviendo la era del retro o el vintage. El arte no parece llegar a valorarse como debiera y, sin embargo, las modas apuntan a una retoma de los mitos del rock y del cine, al blanco y negro, a los coches clásicos, al jazz. En nuestro país, el flamenco acaba de ser reconocido como Patrimonio de la Humanidad y esto es positivo. Pero las causas de este devenir seguramente no sean más que pura casualidad en la lógica del mercado y The Artist, es el producto perfecto.

El cine ha sido siempre el núcleo fundamental que desprende las partículas de las modas, pero nunca ha dejado de ir unida la forma del contenido. Sí, en las películas más meramente comerciales, el decorado, la acción y el atractivo son lo más importante. Pero hablamos de una película que ha sido nominada para seis Globos de Oro, ha ganado en mejor comedia musical, mejor banda sonora, se ha premiado a su protagonista como mejor actor de comedia musical, así como a mejor actor por Cannes. Ha sido nominada a  diez Oscars de los que se ha llevado nada más y nada menos que cinco. Un sinfín de premios y de elogios críticos continúan esta lista, pudiendo añadir los de un público sorprendido por la grandeza de una obra a la que anuncian como cine de verdad.

Nuestro referente al término cine puede ser el cartucho enrollado de una película, unos largos guantes perla, un bastón y un teatro en blanco y negro, pero que nos den con un canto en los dientes si, al menos esto, significa el reconocimiento del séptimo arte por el gran público. No es así.

En este sentido, esta película adquiere importancia por contarnos la pubertad del cine, a una generación que nunca estuvo allí  y más cuando, precisamente ahora, está heredando tantos objetos de esos abuelos suyos: polaroids y lomográficas, zapatos de claqué, labios rojos, discos de vinilo y camisas de seda sintética. Nos vemos cubiertos de nostalgia en un momento en el que al fin parece cierto que el futuro no existe

La idea que propone el film de explicar qué pasó, es buena. Y lo es aun más la construcción metadiscursiva que propone, en la cual tenemos una diégesis inserta en la principal: una película proyectada en un gran teatro, con una orquesta y un distinguido público a sus pies y, tras bambalinas, a sus responsables. Y todo confluye a un mismo ritmo, cine y vida. Vemos unas manos llevadas a la boca de unas señoritas finamente enguantadas y otros ojos saliéndose sobre los bigotes de sus señores. Cuánto humor, cuánta chispa y cuánto brilla la estrella, que acompañada de su perro a todas partes nos presenta, en la figura de Jean Dujardin, la sensualidad, el atractivo y el fanatismo platónico característico, que en seguida deja de serlo cuando Peppy Miller (Bérénice Bejo), consigue llamar su atención. Instantáneamente surge algo especial entre ellos y la hermosa joven pasa a ser la nueva estrella del sonoro, al cual su príncipe azul se niega acceder. Ese es el conflicto, un conflicto que lo fue de verdad en su momento y que se vio, para más inri, desafortunadamente afectado por el famoso crac del 29. Jean Dujardin representa a los detractores de aquella evolución tecnológica, que llegó en los años treinta y a la que el drama teatral procedente de las tablas, ya no le servía.

Pero la película, lejos de acercarnos a una explicación, nos termina alejando de ella, mostrándonos la querencia del cine mudo como un mero capricho y, el rechazo al sonoro, como una postura orgullosa vacía de sentido. Tal paternalismo, queda bien lejos de ese homenaje al mundo artístico del cine primitivo del que tanto se habla. Aunque es innegable que pudiera ser esa la intención. 


Hay planos que, aunque queden aislados en la simpleza, resultan originales. Y hay una preciosa escena en la que Peppy aterriza en el camerino de George y comienza a jugar con el frac que hay colgado en su percha. Cine mudo. Lo que lastima del conjunto es que está desnutrido de estilo. Cierto que se compone de una serie de alusiones a títulos emblemáticos, pero estos pierden su sentido dentro de una trama que se puede soplar y hacer desaparecer enseguida. 

Como obra carece de autor implícito y de mensaje real y, por otro lado, la actuación es un híbrido entre la teatralización de entonces y la especialización cinematográfica de después. Y parece que no queda otra que beberla a trompicones, en el líquido autosuficiente del culto a la imagen, que hoy ya está más que aprehendido. La contemporánea textura, a momentos se ve, más que sutilmente adornada, interrumpida de manera forzada en intentos de evocar el efecto del paso de manivela. Está claro que la intención no era hacer una película muda, sino demostrar la misma dentro de la idea de película actual. Pero lejos de conseguir la calidad de un coctel elaborado, resulta como la frialdad de una ensalada arrojada a la cara, desde un envase en compartimentos.


El puro del final

Estaría mal dejar de reconocer el merito del director, que consigue un discurso totalmente fácil prescindiendo, aunque no de la música, sí del diálogo, con un mínimo del recurso a los rótulos. Pero, ¿realmente es un mérito? Hay películas que apenas tienen diálogo y se entienden perfectamente y otras que, aunque estén llenas de ellos, estos sólo son simples rellenos que no pretenden más que eso y sumergir en la acción al espectador, distrayéndolo. Sobre todo es fácil teniendo en cuenta la guionización de The Artis, como un ejercicio de la clásica, a la que el público está ya más que hecho. Y nada menos nuevo que ese juego de roles en el que el hombre maravilloso que, capaz de ser mujeriego y sensato al mismo tiempo, tiene que enfrentarse a la clásica mujer débil, hueca e, incluso, algo frívola. Sin méritos ni originalidad, es lo más previsible que pueda verse. 

Exceptuando el momento de la pesadilla, en el que el protagonista ve lo que está a punto de ocurrir – como su voz se pierde y comienza a escuchar  el sonido de las cosas amenazándole-, es completamente una demo, una idea inicial que no ha sido desarrollada. O como si lo más importante no fuera el guion, porque desde el principio ya estuviera clara cual iba a ser la dicha de este artículo que, puesto en la estantería, no es más que una postal.

George Valentín llega a su anterior apartamento envuelto en la más dramática de las bandas sonoras – supuesto momento álgido en el último giro antes del The end- y encuentra una caja que lleva con él, muy despacio, hasta un sillón, manteniéndola cerrada unos segundos para crear un poco de expectación. Nunca una pistola ha sido tan parecida a cualquier cosa, sabiendo que el desenlace iba a quedarse en unos desencantadores pasos de claqué.

Al final a Valentín, el pobre romántico del mudo, alguien le ha robado el melodrama y ha quedado, ante los ojos del espectador, casi totalmente despersonalizado. Todo podía haberse perdonado si el secreto de la caja hubiera sido un puro, en su bolsillo hubiera habido un mechero y, en medio del humo, una reflexión obvia. Incluso con el sólo plano de la actriz corriendo hacia el apartamento, podríamos haber llegado a imaginar ese beso de películaEl beso de Peppy Miller y George Valentín. El beso del mudo y el sonoro.