Qu'est-ce qui est Caché ?
Un estilo (…)
Haneke es de
grises tierra de cielo lluvioso y marrón pálido de suelos mojados. Así es un
descampado antes y después de llover. Antes más al cielo, después más a la
tierra. Un descampado marrón donde hubo o hay una fábrica gris, vacía o no,
parada o mecánica. Haneke no debe de ver la diferencia, debe de entender que lo
cotidiano es así: mecánico o quieto. Pero visible con o sin secreto. Pensando
así, desde esta escueta estética, que sin embargo no es nada menos que hiperrealista,
podemos comprender el miedo de cualquier individuo occidental. Nuestra desconfianza
cotidiana, traducida en no pasar a oscuras junto a las ventanas abiertas. Cualquier
urbanita solitario vive en relación constante con otros semejantes a él, pero y
qué.
Si lo
escueto de esta estética se registra en forma de vídeo casero, el resultado es
el doble por ingrediente. La señal del color se despliega, se estira y el
marrón grisáceo palidece con la claridad lumínica al natural; el ángulo de
visión humano se reduce a planos cortos y cerrados y la austeridad de los mismos
tiembla en el hombro de alguien de rodillas asustadas. Eso si el plano no se queda
fijo. Pero, ¿quién lo sujeta? La película ha terminado y Caché continúa. No pretendo decir que el relato no esté cerrado como es debido, pero el final ha quedado abierto. La respuesta queda escondida
y la cinta ya se ha acabado.
¿Qué
significa este metaformalismo de relatos insertos en cinta? Pues si le quitamos
otra cabeza a la muñeca rusa, el film en sí mismo, es decir, la diégesis
principal (el relato marco) mantiene un filtro cercano al del casette. No en la
textura, pero sí en la mirada que a veces incluso suelta el trípode en pos de
una mayor cercanía documental. Como cualquier otro relato tiene que tomar
decisiones y, si en un plano hay dos personajes y uno de ellos se va, la cámara elegirá seguir o no a este que se marchó. Lo haga o no, la
expectación del receptor – que pide a gritos que el plano se abra - es la misma, porque hay un tipo, alguien, que ha vuelto a dejar una cinta en la puerta de la
casa y, esta vez, mientras el dueño se encontraba ahí mismo.
(…) y una forma de narrar
El montaje
inserta, de manera aislada, imágenes breves de un niño enfermo al que le sangra
la boca y que hace algo que parece ocultar a la cámara conscientemente. En una
habitación oscura, un zoom lo bastante rápido, es suficiente para que el
conjunto de ese juego de escasos segundos - que la película utiliza no más de
tres veces y sólo en la primera parte-, nos inyecte (en) una pizca climática de
terror. Bien, no entendemos para qué nos han dado esta información tan
huérfana, pero lo que está claro es que, aunque a menor escala –a escala
incomparablemente menor-, a partir de este momento la incertidumbre nos provoca
e irrita de la misma manera que a los personajes de la película.
En la
segunda parte, el goticismo se esfuma de la narración y comienza la desazón
realista de un matrimonio amenazado por el miedo. Parece que la trama va a
empezar, de repente, a desplegarse un poco en el clásico recurso paralelo del
drama de la infidelidad: una mujer, debilitada ante la traición de un marido
superhéroe que no quiere compartir su aventura. El protagonista ahora resulta
de lo más interesante. “No, por favor, que la película no devenga en tal cosa”,
pensaremos, pero asoma la tragedia que estábamos esperando y el hijo único
desaparece. Cuando todo ha sido sólo un susto del guión - que no está mal –
y parece que el adolescente – un adolescente tímido y poco comunicativo- vaya a
darnos cierta información imprescindible, lo que hace es mencionar a su madre
ese problema, fundamental en una familia, pero que a nuestra historia se le
antoja complementario.
Con ironía
diré – pues a veces se entiende necesario advertirla -, que seguramente el director
sepa lo que hace. El hecho del desajuste en la relación matrimonial, da fuerza
al problema del protagonista, añadiéndole peso a su desconocida conciencia. Lo
hace más distante de su mujer y de nosotros, que nos centramos en su psicología,
retenedora de una rareza infantil no resuelta. Cuando la película haya terminado,
habremos comprendido que la implicitud con que se ha tratado ese problema
secundario, ha acompañado a la del problema principal, del que tampoco se
concreta una explicación. Realmente no sabemos si el responsable de las cintas
es aquel que fue su compañero de infancia y descolocó su psicología, pero este
niño, ya adulto, le ha llamado para que presencie su suicidio. El sospechoso se
degüella en seco frente a él, no sin antes recordarle que él no ha sido. Y más tarde, la
entereza que le muestra el hijo del desgraciado suicida, nos aumenta la
paradoja. Es imposible que no hayan sido ellos.
En total
Yo imagino
que la mayoría de espectadores se quedarán a gusto concluyendo lo mismo que el
protagonista: que sus sospechas eran certeras. Pero quizá en los trabajos de
Michael Haneke nuestro deber no es tanto empatizar con los personajes como con
él mismo, con la autoridad. Con la psicología que utiliza el relato como tinta, de sus teorías cobre el ser humano actual. Si no, qué es lo que le pasa a
Haneke con las cintas en sus películas, qué quiere decir con la armonía del
decorado y el encuadre, que crean la gran paradoja de este autor al ponerse en
contacto con la aparente espontaneidad de la captura.
El realismo
no debe posicionarnos de manera inamovible. Estamos hablando de cine y por suerte,
de un cine que sabe explotarse a sí mismo como medio de expresión. No queremos
el cine para preguntarnos "quién ha mandado las cintas". El cine existe para que
nos preguntemos el significado de las mismas. Y más aun tratándose de este
autor, para el que este elemento se ha convertido en su forma base. Ese es el objeto
simbólico, la analogía de la realidad: reproductividad de lo concreto a lo
abstracto, de lo objetivo a lo subjetivo, de los hechos a la conciencia. Ese es
el significado del soporte analógico, fenómeno industrial que, sin embargo,
mezclando plástico y química, ha llevado a un desconsiderado - pero importante - paso en la evolución de la humanidad, el del filtro contínuo que nos separa y
nos confunde la realidad y la ficción, alejándonos incluso de nosotros mismos.
Así es la
existencia para este director de cine, que al final de la película nos sitúa en la actualidad, en la
puerta de un instituto, para que la reflexión vaya tomando forma mientras los
créditos caen sobre la imagen. (No es gratuito que uno de los personajes sea un
hijo adolescente, en una película que trata sobre el pesar de una conciencia,
arrastrada desde la niñez más madura.) Y acabamos aquí, bajo una escalera que
arroja jóvenes individuos a la calle, en un plano cerrado en dos columnas - una
a cada lado -, que rompen el equilibrio narrativo en la simetría hierática de la
desconfianza. La sorpresa puede venir por cualquier lado.
El realizador sabe que la psicología humana no le pertenece siquiera a uno mismo, que es un fenómeno de posibilidades infinitas
y que, para un animal social cualquiera, es materia de terror asegurado.
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Caché, Michael Haneke (2005)