sábado, 28 de abril de 2012

Caché, Michael Haneke (2005)


Qu'est-ce qui est Caché ?

Un estilo (…)

Haneke es de grises tierra de cielo lluvioso y marrón pálido de suelos mojados. Así es un descampado antes y después de llover. Antes más al cielo, después más a la tierra. Un descampado marrón donde hubo o hay una fábrica gris, vacía o no, parada o mecánica. Haneke no debe de ver la diferencia, debe de entender que lo cotidiano es así: mecánico o quieto. Pero visible con o sin secreto. Pensando así, desde esta escueta estética, que sin embargo no es nada menos que hiperrealista, podemos comprender el miedo de cualquier individuo occidental. Nuestra desconfianza cotidiana, traducida en no pasar a oscuras junto a las ventanas abiertas. Cualquier urbanita solitario vive en relación constante con otros semejantes a él, pero y qué.

Si lo escueto de esta estética se registra en forma de vídeo casero, el resultado es el doble por ingrediente. La señal del color se despliega, se estira y el marrón grisáceo palidece con la claridad lumínica al natural; el ángulo de visión humano se reduce a planos cortos y cerrados y la austeridad de los mismos tiembla en el hombro de alguien de rodillas asustadas. Eso si el plano no se queda fijo. Pero, ¿quién lo sujeta? La película ha terminado y Caché continúa. No pretendo decir que el relato no esté cerrado como es debido, pero el final ha quedado abierto. La respuesta queda escondida y la cinta ya se ha acabado.

¿Qué significa este metaformalismo de relatos insertos en cinta? Pues si le quitamos otra cabeza a la muñeca rusa, el film en sí mismo, es decir, la diégesis principal (el relato marco) mantiene un filtro cercano al del casette. No en la textura, pero sí en la mirada que a veces incluso suelta el trípode en pos de una mayor cercanía documental. Como cualquier otro relato tiene que tomar decisiones y, si en un plano hay dos personajes y uno de ellos se va, la cámara elegirá seguir o no a este que se marchó. Lo haga o no, la expectación del receptor – que pide a gritos que el plano se abra - es la misma, porque hay un tipo, alguien, que ha vuelto a dejar una cinta en la puerta de la casa y, esta vez, mientras el dueño se encontraba ahí mismo. 


(…) y una forma de narrar

El montaje inserta, de manera aislada, imágenes breves de un niño enfermo al que le sangra la boca y que hace algo que parece ocultar a la cámara conscientemente. En una habitación oscura, un zoom lo bastante rápido, es suficiente para que el conjunto de ese juego de escasos segundos - que la película utiliza no más de tres veces y sólo en la primera parte-, nos inyecte (en) una pizca climática de terror. Bien, no entendemos para qué nos han dado esta información tan huérfana, pero lo que está claro es que, aunque a menor escala –a escala incomparablemente menor-, a partir de este momento la incertidumbre nos provoca e irrita de la misma manera que a los personajes de la película.

En la segunda parte, el goticismo se esfuma de la narración y comienza la desazón realista de un matrimonio amenazado por el miedo. Parece que la trama va a empezar, de repente, a desplegarse un poco en el clásico recurso paralelo del drama de la infidelidad: una mujer, debilitada ante la traición de un marido superhéroe que no quiere compartir su aventura. El protagonista ahora resulta de lo más interesante. “No, por favor, que la película no devenga en tal cosa”, pensaremos, pero asoma la tragedia que estábamos esperando y el hijo único desaparece. Cuando todo ha sido sólo un susto del guión - que no está mal – y parece que el adolescente – un adolescente tímido y poco comunicativo- vaya a darnos cierta información imprescindible, lo que hace es mencionar a su madre ese problema, fundamental en una familia, pero que a nuestra historia se le antoja complementario.


Con ironía diré – pues a veces se entiende necesario advertirla -, que seguramente el director sepa lo que hace. El hecho del desajuste en la relación matrimonial, da fuerza al problema del protagonista, añadiéndole peso a su desconocida conciencia. Lo hace más distante de su mujer y de nosotros, que nos centramos en su psicología, retenedora de una rareza infantil no resuelta. Cuando la película haya terminado, habremos comprendido que la implicitud con que se ha tratado ese problema secundario, ha acompañado a la del problema principal, del que tampoco se concreta una explicación. Realmente no sabemos si el responsable de las cintas es aquel que fue su compañero de infancia y descolocó su psicología, pero este niño, ya adulto, le ha llamado para que presencie su suicidio. El sospechoso se degüella en seco frente a él, no sin antes recordarle que él no ha sido. Y más tarde, la entereza que le muestra el hijo del desgraciado suicida, nos aumenta la paradoja. Es imposible que no hayan sido ellos.


En total

Yo imagino que la mayoría de espectadores se quedarán a gusto concluyendo lo mismo que el protagonista: que sus sospechas eran certeras. Pero quizá en los trabajos de Michael Haneke nuestro deber no es tanto empatizar con los personajes como con él mismo, con la autoridad. Con la psicología que utiliza el relato como tinta, de sus teorías cobre el ser humano actual. Si no, qué es lo que le pasa a Haneke con las cintas en sus películas, qué quiere decir con la armonía del decorado y el encuadre, que crean la gran paradoja de este autor al ponerse en contacto con la aparente espontaneidad de la captura.

El realismo no debe posicionarnos de manera inamovible. Estamos hablando de cine y por suerte, de un cine que sabe explotarse a sí mismo como medio de expresión. No queremos el cine para preguntarnos "quién ha mandado las cintas". El cine existe para que nos preguntemos el significado de las mismas. Y más aun tratándose de este autor, para el que este elemento se ha convertido en su forma base. Ese es el objeto simbólico, la analogía de la realidad: reproductividad de lo concreto a lo abstracto, de lo objetivo a lo subjetivo, de los hechos a la conciencia. Ese es el significado del soporte analógico, fenómeno industrial que, sin embargo, mezclando plástico y química, ha llevado a un desconsiderado - pero importante - paso en la evolución de la humanidad, el del filtro contínuo que nos separa y nos confunde la realidad y la ficción, alejándonos incluso de nosotros mismos.

Así es la existencia para este director de cine, que al final de la película nos sitúa en la actualidad, en la puerta de un instituto, para que la reflexión vaya tomando forma mientras los créditos caen sobre la imagen. (No es gratuito que uno de los personajes sea un hijo adolescente, en una película que trata sobre el pesar de una conciencia, arrastrada desde la niñez más madura.) Y acabamos aquí, bajo una escalera que arroja jóvenes individuos a la calle, en un plano cerrado en dos columnas - una a cada lado -, que rompen el equilibrio narrativo en la simetría hierática de la desconfianza. La sorpresa puede venir por cualquier lado.

El realizador sabe que la psicología humana no le pertenece siquiera a uno mismo,  que es un fenómeno de posibilidades infinitas y que, para un animal social cualquiera, es materia de terror asegurado.

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Caché, Michael Haneke (2005)